domingo, 28 de abril de 2013

El (mal llamado) síndrome de Diógenes


No sé desprenderme de las cosas. En cuanto han pasado una temporada formando parte de mi vida, soy incapaz de tirarlas, de deshacerme de ellas. Mi chico empieza a pensar que es patológico y no sé si lo es, pero realmente se está convirtiendo en un problema, al menos, de espacio.

 También lo es porque la acumulación colabora mucho a la confusión y el desorden que son dos enemigos míos muy enconados. Ambos contribuyen a que, con mucha frecuencia, yo no sepa lo que tengo y algo mucho más absurdo, dónde lo tengo.
 La pregunta ahora es obvia ¿no?:¿para qué guardar cosas que no sabes que tienes o no puedes recuperar porque no sabes dónde están? 

               Soy consciente de ello y sin embargo, no puedo desligarme de nada. Me cuesta hasta tirar los frascos (algunos preciosos) de colonia cuando se acaban: ¡¡¡pero si han estado acompañándome día tras día en el toque final de mi puesta a punto diaria, como rubricando la armadura que me prepara para comenzar un nuevo día!!! 
Tengo jerseys (que no me pongo, claro) que mi madré me tejió  hace más de treinta años; por supuesto, todas mis muñecas y muchos de mis juguetes (palomitón, armario de la Nancy, golositón, aspiradora...); por supuestísimo, mi diario de cuando tenía 14 años; cartas, papeles, recuerdos de amigos del instituto; los apuntes de la universidad ( cuya letra no entiendo ); todos los trabajos de mi hijo, de la guardería... ¡Ah! Imposible tirar nada que sea morado, lila, violeta. Ni siquiera un bolígrafo acabado. 
             Entiendo que no tiene sentido y, sin embargo, a pesar de entenderlo muy bien, no dejo de sentir un desgarro cuando tengo que despedirme de alguna cosa con la que he convivido un tiempo. Es como si me arrancaran algo de mi interior, y me acongoja la pena y siento un malestar que me dura tiempo y que no deja de presentarse cuando me acuerdo de ello.

Como siempre, me pregunto por qué. Qué quiere decir esto, qué me está diciendo este vínculo, nada premeditado, con las cosas que me rodean. 
          No se trata de un afán de posesión, ni de avaricia. No tiene nada que ver con tener para ser, en el sentido de acumular riquezas: nada de lo que guardo tiene un gran valor crematístico (¡¡¡¿Un frasco de perfume vacío?!!!) No se trata de querer comprar y acaparar. No. 
          Hablo de lo poco o mucho que ya tengo.  Y creo que tiene que ver con mi resistencia a que las cosas terminen. No acepto con facilidad que algo que me gusta, que es parte de mi vida gozosamente, desaparezca. Es una manera, creo yo, de intentar retener el tiempo, de tratar de engañarlo y hacerle ver que consigo pararlo. Una especie de espejismo con el que conjuro la  fragilidad, la tremenda sensación de fragilidad  con la que, a veces, se me aparece la vida. La fantasía de atrapar lo efímero  y atrincherarme entre mis cosas para detener la destrucción inevitable del tiempo.

Me duele desprenderme de lo que quiero. Me resulta insoportable. La vida se me desdibuja y me pierdo. 
      
No estoy hablando de una muñeca barriguita (Todavía conservo a  Luchita,con sus trajes. Luchita fue un regalo de una amigo cuando yo tenía ¿16 años?, que se convirtió- aquellas cosas de la pandilla- en una especie de "hija adoptiva" del grupo y con la que pasamos buenos ratos y canalizamos algunas emociones y afectos).
          Hablo de la gente, de las personas sin las que no entiendo la vida. La gente que es mi vida. Sólo he perdido a algunas personas muy queridas porque murieron. También he perdido algunos amigos que todavía seguirán vivos y cuya desaparición me dolió más que si hubieran muerto. Porque ese vacío en el que, de repente, se encontraron mis pies, ponía de manifiesto que no eramos amigos y que todo lo que yo sentí y viví y todo mi amor por ellos se había esfumado como en un cruel juego de prestidigitación. 

Esas ausencias rompen mi vida, la desarticulan y me dejan inerme, a la intemperie; con una sensación de irrealidad que me cuesta remontar y que siempre se quedará ahí, como una herida palpitante.
Por lo tanto, puedo anticiparme al dolor que sentiré cuando mis padres ya no estén conmigo. Me preguntó cómo podré vivir sin ellos, cómo podré recomponer mi vida sin poder acudir a ellos. Por eso ahora voy conservando de mil maneras sus presencias.Acaparo sus sonrisas y cada uno de los minutos que paso con ellos. Y me deshago prematuramente en la nostalgia de su inevitable ausencia.

Muchas veces he pensado que no sé vivir, que me cuesta vivir. Y esto sería un ejemplo de ello. Sin embargo ahora que voy entendiéndome más y queriéndome más, aceptándome como soy, empiezo a pensar que no, que no se trata de no saber vivir. Es más bien, una consecuencia de todo lo contrario. Se trata de vivir con pasión, con entrega, en plenitud. De crear redes por las que avanzar y aferrarse cuando las cosas se tuercen. Es cierto que cuando la red se rompe, el precipicio se hace insoportable. Pero ahora sé que podré asirme a otras redes que no andarán lejos porque ya me habré encargado yo de reforzarlas, de negarme a abandonarlas y a que me abandonen.

                Estas impresiones han surgido a raíz de un hecho muy significativo y poderosamente elocuente (y muy tonto, también). Acabo de comprar una librería que ocupa toda una pared de mi salón. Una pared que antes estaba despejada y algo destartalada. Era una pared luminosa que ahora ha perdido su luz, apagada por el mueble. Echo de menos esa luz, la grata caricia del cuadro que en ella me recibía. Siento un pellizco cuando paso al salón, un malestar que me impide disfrutar del nuevo mueble que hará mi vida más fácil (mueble del que en unos meses no podría desprenderme ya). Como sé que es una gran tontería y que a nadie puedo contarle "esta  penas" lo he querido dejar aquí, en este rincón, que tantas cosas me hace entender y aprender y tantas emociones me está dando.Para entenderlo, para reconciliarme con ello. Ha sido la única manera de entrar al salón y sentirme mejor. 
Otra vez, la escritura sanadora. Como casi siempre.





Más coincidencias ante las que siempre me emociono. Según estoy escribiendo esto,  escucho la radio, el programa de Pepa Fernández "No es un día cualquiera". Esta entrevistando a Julio Llamazares.Desde que leí  "La lluvia amarilla",
hace ya muchos años, sigo a este escritor con cierta devoción.  Hablan sobre su último libro:"Las lágrimas de San Lorenzo", libro que compré ayer mismo (coincidencia) y que tengo muchísimas ganas de leer. Pepa va desgranando las reflexiones del libro en preguntas certeras, las preguntas que a mí me gustaría hacerle  al autor si lo tuviera delante y que no sé si se me ocurrirían pero que Pepa borda (por eso, entre otras cosas te quiero tanto, Pepa). En cada pregunta, en cada frase, abro los ojos y me estremezco porque recoge muchas de las cavilaciones que me acompañan cada día y que irán aflorando si no lo han hecho ya. Muchas de las que contempla este libro enlazan con este post y me ha gustado mucho que así sea. El paso devastador del tiempo y la ilusión de querer retenerlo. Me ha gustado mucho esta frase: "Pasamos media vida perdiendo el tiempo y la otra media intentando recuperarlo"


Si queréis escuchar la entrevista completa, pinchad en este link 
ENTREVISTA A JULIO LLAMAZARES 



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