jueves, 4 de julio de 2013

HILACHAS

Estamos solos. Tengo esa absoluta certeza. Rodeados de gente, en constante compañía, pero solos.
En los momentos importantes, sustantivos de la vida, estamos completamente solos.

Por la noche, al acostarnos, con nuestros miedos, nuestros temores, nadie puede evitarnos cuarto y mitad para disminuir esa angustia que nos impide dormir.

En la enfermedad propia, "algodonados" de cuidados y muestras de interés, nadie nos puede evitar esa insidiosa compañía del malestar, del dolor opaco y permanente, del terror a la incertidumbre.

En las enfermedades o la muerte de los seres queridos, lloramos de abrazo en abrazo; sentimos la mano cálida de quien nos acompaña en esa oquedad incomprensible que, de repente, se ha instalado en nuestra vida. Pero nadie puede sacarnos de ella, llevarnos a otro lugar diferente al vacío y la tristeza en la que vivimos.

En los grandes problemas, descansamos a ratos en quienes nos escuchan y aconsejan. Pero en la decisión o consecuencia final, estamos solos, completamente solos.




Nacemos solos. Morimos solos. Deberíamos aprender a vivir solos.Sin embargo necesitamos de los demás. Tal vez alguien muy seguro de sí mismo, muy centrado, muy...no sé, no necesite de nadie. Yo sí. Necesito de los demás. Y toda la gente que conozco parece que también.
Y es bueno, creo. Es bueno tener amigos a los que necesitar. Pero cada vez parece más difícil, más complicado tenerlos cerca, cuidarlos, identificarlos.

La amistad se hace día a día, se alimenta compartiendo emociones, planes; momentos mínimos o definitivos. La amistad se riega, se fortalece. De algún modo. Si no, pierde su esencia.  Se desdibuja y pasa a ser una convención, un lazo desgastado y marchito que, en ocasiones, duele porque recuerda a aquel que otro día creímos tener. 
Es difícil, decía, mantenerlo vigoroso y saludable en este mundo de prisas, individualidad y economía, que nos lleva al cansancio y la desgana. Entono un claro "mea culpa". Pensamos que es suficiente sujetarlo con alfileres, y no lo es. El hilván se desteje lentamente, se deshilacha;
la amistad se diluye en silencios, vacíos y conversaciones triviales que, como ruido, intentan disfrazar esa distancia ya insalvable.



Quizá por eso deberíamos aprender a no necesitar a los otros. A bendecirlos si nos sustentan, pero a no sentir que perdemos pie si no están como los necesitamos. Aprender que, a pesar de todo, estamos solos. Aprender a respirar solos