jueves, 12 de diciembre de 2013

Belleza dolorosa

A veces me he sorprendido encontrando bella una imagen que reflejaba una tragedia. En medio de una noticia pavorosa, la imagen que la ilustraba me sacudía por su hermosura y un escalofrío me recorría como si algo perverso me hubiera rozado.

Una de estas ocasiones fue en una exposición no hace mucho. La exposición se llama "España contemporanéa. Fotografía, pintura y moda" y se puede ver hasta el 5 de enero en la Fundación Mapfre de Madrid.
Hay varias fotos impactantes. He podido recuperar dos que me impresionaron mucho por su mensaje y por su belleza. La combinación de ambas cosas.
 Las fotos están captadas de la página web de la exposición y por tanto no son buenas.

 La primera se trata de la despedida de un padre y un hijo antes de que el primero parta a una emigración forzosa por causas económicas en los años 50-60. (Hoy se llamaría movilidad laboral). 
La segunda, que no se ve nada bien, es un naúfrago de una patera en las costas españolas. La mirada de ese hombre asustado encierra un texto más explícito, más claro, que cualquier ensayo. Y es de una belleza conmovedora.


Y siempre me pregunto si no es de una banalidad inaceptable encontrar belleza en medio de la tragedia humana.Si no me deshumaniza sentir emoción ante la belleza del dolor. Me pregunto si el autor de esas instantáneas no buscaría eso precisamente: que yo no pueda olvidar esa foto, ese mensaje, en gran medida por el estremecimiento que me produjo la belleza de esas imágenes. No sé. No acabo de sentirme cómoda con esa experiencia que me resulta, en parte, inmoral. Una especie de deleite obsceno que me perturba.

Me ha sucedido en películas también - La cinta blanca, por ejemplo-
Pero aquí, al ser ficción, lo he vivido con más tranquilidad. 

Mucho mayor tranquilidad que con la que me deleito con una foto de una explosión o de la exposición de cadáveres en una masacre, por ejemplo. 


No sé, Me resulta contradictoria esta experiencia y enturbia esa emoción ante la belleza. 




He encontrado este enlace en el que se pone de manifiesto lo que me planteo en esta entrada: Lugares abandonados

Es posible encontrar en la ruina, en el abandono, en la soledad, una belleza que habla y rompe ese mismo silencio.
Y lo único que me reconcilia con esa sensación es que nunca dejo de plantearme quién vivió allí, quién tuvo que despedirse de todo ello y por qué.
Y eso me acerca más a lo humano de esa belleza que me resulta indiscutible.

No sé si la melancolía, que cada vez es más mi patria, mi hogar, tiene que ver con estas emociones. Aferrarse a la belleza del dolor para no perder la plenitud que encierra aquello que ya no está. Aferrarse a la belleza del sufrimiento, del vacío, para no olvidarlo y convertirlo en consciencia y en realidad.


jueves, 28 de noviembre de 2013

Trizas


El cielo despierta hoy a trizas grises, moradas, rosadas, tristes. 



Los árboles aún cobrizos

restallan sobre el manto blanco, que esta mañana fría arropa al parque, y lo salpican suavemente de hojas secas.


Un rayo rompe el silencio y lo ilumina de dorados mágicos:
 el sol quiere participar de esta fiesta de colores y sensaciones y plagarla de luz y de vida.



Instalarse en el fondo

Cada vez más me enervan algunos "adagios" de esos que parecen encerrar la clave de la vida y de la felicidad y que me resultan vacuos, cuando no insultantes. 


Son esas frases del tipo "No es lo que te pasa sino tu actitud frente a lo que te pasa". 


O esas otras en las que sientes que si no puedes es que eres ¿medio tonta?


O esas otras en las que te das cuenta de que, quizá, todo lo que tú tienes es "sueño" , en singular. Porque el resto ha consistido en entender qué sucedía a tu alrededor y saber afrontarlo.



Hay otras que son terriblemente falsas. Como esta que me viene rondando desde hace tiempo:
"Lo bueno de tocar fondo es que ya solo puedes ascender"



Quizá quien así piensa no sabe que te puedes quedar en el fondo una larga temporada. Que la vida puede ser un fondo continuo. 

Que las paredes del mundo a veces se cierran y oprimen,
y puede ser suficiente sentir que puedes seguir respirando

Hay mucha gente que prendida del fondo del que no pueden desasirse, se lanza al vacío con tal de dejar de sentir esa asfixia que es la antítesis de la vida.

sábado, 23 de noviembre de 2013

A los árboles les duele el viento

A los árboles les duele el viento.
 Se mecen temerosos, acuciados por sus embates;
componiendo en susurros quejumbrosos y humildes,
una nana funeral de sus livianas hojas.

Se van adelgazando obedientemente.
Algunos se resisten, aparecen frondosos,
 aferran sus peciolos  con garras invisibles.
Otros, ya entregados, revelan sus ramajes
despojados y tristes.

El viento los desnuda, les arrebata en colores
las hojas que ayer fueron verdosa compañía.
Y el suelo se convierte en espejo restallante
de amarillos y ocres, luminosos, rotundos;
en un tapiz de vida que se va, sigilosa.

El viento. Ese dolor que avanza ineludible.


martes, 19 de noviembre de 2013

Emociones

Anoche mientras intentaba quedarme dormida sentí crujir las paredes de mi habitación. Me sorprendió cómo recibí ese chasquido estridente en mitad del silencio de la noche cerrada. No estaba sola. Mi casa me hablaba.Este refugio al que últimamente vuelvo con urgencia me decía que estaba ahí, acogiéndome, después de todo. Y sentí mi casa como mi gran aliada, la que me escucha y me entiende. La que me ve llorar y sufrir cuando nadie me ve. La que sabe quién soy y cómo me siento. Un crujido como un abrazo invisible y sonriente.

Y quizá sea que últimamente siento tanto frío y tanto vacío que las cosas salen a mi encuentro para recordarme que existe la belleza y la armonía. Para que no olvide que, si un día supe ser feliz al disfrutarlas, otros días más plenos pueden llegar. Aunque a mí ahora me parezca imposible. Y me asaltan y me estremecen cuando menos me lo espero.

Ese crujido de las paredes de mi habitación.

El aroma indescriptible que inunda la cocina al partir una naranja nueva,
con sus tonos agridulces, cargados de melancolía,que me transportan a mi niñez y al calor del invierno, en mi casa, al lado de mi madre que cosía mientras escuchaba Radio Intercontinental con Enrique Busián reinando en la publicidad. 


El amarillo intenso de las moreras
despidiéndose de sus hojas alegres y burlonas. El suelo lleno de ocres, tapizándolo de luz.


Las luces, los brillos, el anticipo de la navidad que nada significa como hito religioso,
pero que inevitablemente me instala en el calor y la ilusión de un mundo que ahora quiero recordar como armonioso y feliz.



Cada emoción me parte en dos. Llena de ternura me deshago en añoranza y ando despidiéndome de un mundo de algodón que sé que tuve y ya no está. Un algodón placentero y cálido que representa el regazo de mi madre
y yo descansando en él, abrazada a él, como si no hubiera dolor ni final.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Quién teme mirar

Me encanta cuando en las novelas algún personaje sabe detectar en el brillo de una mirada el estado de ánimo de otra persona. Daría la impresión, no solo de que nos paramos a mirar a los ojos de los otros, sino de que, además, lo hacemos para intuir qué le pasa, qué tiene adentro que no puede sacar fácilmente y necesita hacerlo, qué está pidiendo a gritos en un mutismo significativo. Porque estas sutiles interpretaciones no las hace un sicólogo sagaz o un sacerdote en activo. No. Un simple mortal observa a otro y llega a profundas conclusiones solo observando el cambiante tono o brillo de la mirada de otro. Supongo que tendría sus riesgos pero sería tan hermoso que el otro simplemente quisiera saber qué hay detrás de una mirada... 

Ayer estuve viendo la obra de teatro "Quien teme a Virginia Woolf" y salí enervada. Había visto la película hace siglos y pensé que no la había entendido. ME puso nerviosa la obra en sí. Me enervó el título, su gratuidad y sonoridad vacua. Me hastió su falta de conexión con el mundo. Hasta la interpretación de la Machi me resultó ya vista y reconocida. Sali crispada por haber tenido que sobrevivir a semejante desatino.
Hacer daño al otro para no no perderlo. Revolcarte en la propia deyección para poder seguir viviendo en un ambiente viciado en el que resulta imposible respirar. ME resultó como teatro del absurdo y no me gusta nada el teatro del absurdo. Quizá porque ya vivo yo instalada en algún absurdo que no remonto y no tengo ganas de vérmelas con otros.O tal vez porque al final los personajes son fieras heridas que se condenan a repetir ese infierno cada día. Que no saben cómo vivir de otro modo.Sin salida. Tal vez sea eso, demasiada realidad sin propuestas valientes ni interesantes. Como la vida misma.

viernes, 1 de noviembre de 2013

EL OTOÑO

Hace semanas que los chopos se adelgazan anticipándonos la desnudez total que seguirá al otoño.
En el metro, pegados a la pantalla del ordenador, sucumbidos en nuestras propias preocupaciones y prisas, cabe la posibilidad de que nos pase desapercibida la generosidad de este momento luminoso y desprendido. El dulce aprendizaje de desasirse de lo que nos conforma para sobrevivir a tiempos duros y oscuros.
Los árboles,vigías silenciosos, nos dan esta lección cuya pertinencia  es, este año, dolorosa y esperanzadora.

Salgo a la calle en estas mañanas frías de otoño. El sol calienta mi agradecido cuerpo y lo despierta. Voy a correr y pierdo el paso embelesada en pinceladas de luz que ninguna paleta podría abarcar. Los árboles se desnudan en tonos variados, intensos y vivos; y ahora puedo identificarlos, significados en ese todo verde que antes componían. Amarillos luz, naranjas terciopelo, rojos insensatos, verdes desleídos...sucesión de colores imposibles.Cada árbol un color y mil tonos.



El arte de perder. La belleza de desposeerse.
Un estallido jubiloso que antecede el vacío de unas ramas  que esperarán ateridas el sol persistente que les devuelva de lo que ahora se despojan. Desprenderse de lo que nos habita para sobrevivir.
Parece que es posible aprender a vivir en el vacío y el frío. Tal vez estos árboles pueden soportarlo porque saben que volverá el sol con su abundancia y calor. Tal vez nosotros podamos aprender de ellos y soportarlo sostenidos por la esperanza de aprender a crear otros mundos diferentes a los que ahora nos laceran.

sábado, 12 de octubre de 2013

Paseo por el tiempo

Hace dos días mi padre ha cumplido 77 años. Está envejecido y enfermo pero sigue su vida sin limitaciones. 

Hoy he hecho algo que tenía muchas ganas de hacer y que , me temía, nunca haría: me he ido con él a pasear por el barrio en el que creció y que yo no conocía.


Mi padre vivió su infancia y juventud en la calle Áncora

 
cerca del Paseo de las Delicias, al sur de Atocha. Es una zona que yo no frecuento ni conozco. Algunos edificios se conservan pero la mayoría han sido renovados.
 La parte última de la calle Áncora, donde vivía mi padre, ha sido la parte que menos ha cambiado, si obviamos los coches que en aquella época no existían y cuya ausencia les permitía jugar al fútbol en la misma calle sin problemas.


Desafortunadamente, la casa donde vivió mi padre con su familia ha desaparecido y esto es lo que hay en su lugar. Por eso, no pudimos visitarla ni subir a ver cómo era ahora.


Dimos un paseo por el barrio y mi padre me iba contando: "Allí había una carbonería" "Allí estaba el lavadero" "Y la abuela ¿iba frecuentemente? No, la abuela lavaba en casa en un barreño"  "Allí había una panadería donde la abuela compraba el pan. Allí estaba el mercado donde comprábamos todos los días"

"Y este es el pasadizo de Áncora,
 este era un edificio de la Guardia Civil.Y aquí, en el pasadizo estaba "la casa el cuatro""





 "Aquí,
se ponía el puesto de melones y uno disimuladamente, movía un melón con el pie y como  la calle estaba en cuesta, el melón caía y nos lo quedábamos con él. Y siempre había puestos de pipas y caramelos". 





"¿Y el Desi? ¿Dónde estaba exactamente? El Desi era una taberna donde íbamos mucho. Muchos días nos decía que hiciéramos unos equipos y jugáramos al fútbol y después nos daba un duro."  Hablamos con un camarero de un bar que nos explicó que antes de ese bar, eso era una lechería - de la cual me había hablando antes- y "el Desi era esta bollería".

Dimos un paseo por las calles colindantes y pudimos ver el colegio al que fueron él y mis tíos













y la iglesia "Nuestra señora de los desamparados" a la que el cura le llevaba cogido de la oreja desde el colegio para que no se escapara y fuera a misa que nunca iba. "Y en los bautizos, nos poníamos a la salida para que nos dieran dinero y luego íbamos a los puestos a comprar caramelos".


Bajando un poquito por la calle que hacía esquina con su casa- "aquí estaba la única pastelería de la zona, "La Piña de oro" que ahora es un bar"-, hablamos con una señor mayor por si era de la época de mi padre.Mi padre, muy gracioso, se presentó al señor diciendo: "Yo era infante aquí en este barrio". El señor hacía 40 años que vivía allí, o sea que no coincidieron, y ahora despotricaba contra los emigrantes y los problemas que dan al barrio.

Más abajo vimos dónde estuvo la fábrica de El Águila y vimos lo que quedaba de ella














y fuimos a parar al Museo del Ferrocarril para subir después por el Paseo de las Delicias que , en su época, estaba lleno de cines.


Subimos por esa calle a Atocha para tomarnos un bocata de calamares y una cerveza y cerrar ese paseo tan especial con un  buen broche.

 Sentados en una terraza enfrente del Reina Sofía - que en su día fue el Hospital General de Madrid-, nos contaba (Ina se sumó a la comida castiza) cómo le quitaron las anginas en el hospital San Carlos que ahora es el Conservatorio y otras anécdotas de su vida en ese barrio.

Mi padre habla con cariño, divertido, pero sin nostalgia ni resquemor. Era una época dura, la vida no era sencilla, era muy dura; y sin embargo, él lo recuerda todo con cariño, sin ningún dolor. Tampoco con sentimiento de pérdida o de tristeza.


Yo quería imaginarme a ese niño rubito jugando por estas calles,

de camino al colegio, corriendo hacia el río, feliz.Creo que mi padre siempre ha sido feliz. Con una sabiduría básica de no pedir nada a la vida ni esperarlo.





Aunque también creo que los hijos nunca conocemos bien a nuestros padres. Los recordamos adultos, en un mundo que no es el nuestro ni nos pertenece, sin entender 
que ellos también tuvieron ilusiones, deseos, frustraciones, alegrías y desdichas.
 Conocemos a unos adultos que creíamos instalados en la certeza y no pensamos que también fueron- si  no lo son todavía como muchos de nosotros- unos jóvenes desorientados y vulnerables.



Yo quería caminar al lado de ese niño, de ese joven, por el paisaje de aquellos años y así fue. Con mi padre envejecido, iba de la mano aquel niño que jugaba al balón y el jovencito cuya hambre le hacía ir a abrir los vagones precintados de los trenes para comer las arvejas para el ganado que encerraban. Y con los dos recuperé un tiempo y un espacio que casi no podré imaginar pero que pude sentir con la misma calidez que el sol que nos iba acompañando por esas calles que ya no eran.


Fue un día radiante, fresco pero soleado y diáfano. Lo voy a recordar siempre.

jueves, 3 de octubre de 2013

La piedra de la paciencia


Es una película muy bella.
Transcurre principalmente en la asfixiante atmósfera de la habitación de una casa pobre en medio de un conflicto bélico que la atraviesa, literalmente. Ese contexto enmarca perfectamente la opresión que vive la protagonista en Afganistán. Sin embargo, encerrada en esa habitación sola, abandonada al cuidado de su marido- un combatiente relevante de una de las dos facciones, en coma por una bala nada heroica- atada al suero que le mantiene vivo y que ella custodia;
allí, desesperada por la suerte de él que es la suya y la de sus hijos; encontrará un camino de liberación, de ser ella misma por primera vez, de desenterrar todo lo que la está ahogando, sepultando su vida.
Necesita que su marido vuelva a la vida para tener un futuro, para poder sobrevivir; y con este fin comienza a hablarle, intentando devolverle a este lado de la consciencia. Y con un monólogo insistente se sincera, se abre como si le estuviera hablando a un amigo y le va contando todos sus sueños, sus frustraciones, sus deseos. Le confiesa lo que casi ha tenido miedo de pensar y ahora sale de ella casi contra su voluntad, descubriendo ante ella una mujer que la asusta por su atrevimiento.
Se libera como mujer y como persona y busca ese encuentro con su esposo como una catarsis transgresora y reivindicativa, sabiendo que es una locura y que nada cambiará, excepto, quizá, dentro de ella.
En ese monologo liberador sabemos de una vida en la que nunca ha habido elección ni amor, una vida injusta
 de precariedades materiales pero sobre todo de carencia total, injusta e irremediable de emociones y afectos.

Ante mí, sin embargo, estalló una revelación en la que nunca había pensado y que me sobrecogió y me pilló desprevenida. Me di cuenta de que en ese desierto emocional injusto, desigual y cruelmente machista la mujer podía hallar, probablemente, algún oasis en amigas o hijos
; pero el hombre jamás sabría lo que es una caricia ni el sabor dulce de un beso sincero.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Sequía

Algo me niega lo único que me reconforta. Ya de poco me ayudan las palabras, y las lágrimas se enquistan dentro de mí como si supieran que de nada sirven. 
A veces siento que me ahogo, que no entra el aire en mis pulmones. Como una tierra reseca, baldía y sin futuro.

Vuelta a empezar

Empieza el curso. Nos despedimos de no madrugar, de la pausada sucesión de tiempo, de dejarlo pasar sin medirlo, sin que nos paute la vida. Empieza el ritmo normal de cada día. 
Estoy activada e inevitablemente el sueño me abandona. Hoy he dormido cuatro horas. Me he despertado empapada en sudor y sin posibilidad de reincorporarme a ese descanso que tanto necesito. Doy la luz, leo. Intento dormir de nuevo. Imposible. A las seis me levanto a trabajar, a desarrollar eso que me ronda en la cabeza y me impide sumergirme en esa otra vida que es dormir. Veo amanecer. Los ocres, dorados, rojos, anaranjados  se suceden y van alumbrando la mañana.
Me reconforta el espectáculo que me temo será frecuente a partir de ahora.

Echo de menos las mañanas indolentes. Dormir y mi mente despejada.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La vida es sueño

Algunas noches sueño con mi hijo. Nunca se me aparece con la edad actual, siempre es el niño de seis o siete años que fue, con su carita de buena persona y su sonrisa generosa y constante. Me abrazo a él que me recibe alegre y agradecido y no quiero soltarme. Como tampoco quiero despertarme de ese sueño que me aferra a lo que tanto necesito.

lunes, 2 de septiembre de 2013

SABORES

Hoy, en medio de una tregua en este  malestar septembrino  que me he regalado porque sí, me ha asaltado, sin venir a cuento, la evocación de un sabor. Un sabor que traía enmadejadas muchas emociones intensas.

El sabor de los sándwiches que mi madre me preparaba cuando con ella iba a una sesión continua de cine. Sándwiches de foie gras y de chope que se deshacían en mi paladar entre el pan de molde que nunca, salvo en estas ocasiones, yo tomaba. Y en un tupperware amarillo - que todavía se conserva rodando por el pueblo- una Fanta de naranja rica como ninguna otra que haya probado en mi vida. 
Un ritual que me hacía más feliz que la propia fascinación del cine y la gran naturalidad con la que nos sumábamos a una película ya comenzada (en ocasiones a punto de terminar) y la exactitud cómplice con la que nos mirábamos cuando llegábamos al momento de la película en el que nos habíamos incorporado y que nos indicaba que debíamos irnos a casa. En nada nos perturbaba ver la película ya empezada y desentrañar su argumento sabiendo ya su desenlace. 
Y la terrible ilusión de saber que podría disfrutar de  ese manjar que no era el habitual de mis meriendas: el sandwich con pan de molde, suave, blandito y con un sabor que ha llegado hasta mí, cuarenta años después. Y con él, el regocijo de una niña ante un mundo por estrenar y la magia de un día diferente, lleno de imaginación, oscuridad, pan de molde y fanta, al lado de mi madre.

Emocionada, al sol, he recobrado toda esta liturgia tan especial con hormigueo en el estómago y me he preguntado qué otros sabores tendría agazapados en mi corazón con tanta intensidad y significado. Y han aparecido ordenada y obedientemente dos más que, como el anterior, son muy simples pero igual de  significativos.

El sabor indefinido pero muy cremoso de un helado que preparaba mi abuela Eulalia y que me encantaba. A mí y a mi tío Mariano. Era un helado con sabor como a crema y coco, con una textura especial y las manos de mi abuela acariciándonos. Y con ese sabor han llegado hasta mí la alegría de mi abuela al verme disfrutarlo y su mirada triste y complacida. (Nunca la vi comerlo a ella)

El sabor a Nesquik y pan tostado con mantequilla que a veces me preparaba mi vecina Alejandra para merendar. 
En esas meriendas yo vivía la admirable experiencia de ser víctima de un encantamiento, de un inexplicable sortilegio disuelto en la pócima rica y humeante que mi vecina preparaba con dedicación y sonrisas.Porque yo detestaba la leche y me veía obligada a tomarme cada día mi cola cao (o el nesquik que mi madre compró la primera vez que lo tomé "encantada" en casa de mi vecina) con la nariz y los ojos cerrados y con gran disgusto. Y porque era incapaz de acercarme a un trozo de pan con mantequilla a más de tres metros a la redonda. Excepto en casa de mi vecina, donde yo me tomaba ambas cosas con deleite y fruición. 
Puedo recordar tardes con Alejandra y Melecio, mis vecinos, y su sobrina, Chelo - que me quería mucho- en las que el gozo empezaba mucho antes de la merienda en sí, a través del olfato y el entusiasmo con el que ellos preparaban la mesa y todos sus ingredientes. Y puede que contagiada por su satisfacción, siguiera "embrujada" por el deleite con que ellos daban cuenta de sus raciones. No lo sé. No sé cómo explicarme lo rico que todo aquello - que normalmente yo odiaba- me  sabía.
 Y  esos sabores cálidos y "hechizados" han llegado acompañados de la hospitalidad y cariño de mi vecina, de su forma de disfrutar de las cosas básicas de la vida como un vaso de leche o una siesta.

Estos tres sabores aletargados  en un recóndito rincón de mi alma me han devuelto a  un mundo de certezas y de seguridad que hace mucho que no es parte de mi vida. Aunque hoy he descubierto que sí, que es una parte fundamental de mí misma que hoy ha tenido la ocurrencia de aparecerse ante mí con una fuerza y un valor sorprendentes. 

Alguna vez he dicho que la ternura puede ser dolorosa y dulce al mismo tiempo. Como la añoranza de esos sabores y del universo emocional que los ha retenido en mi corazón.

AGOSTO

Las vacaciones se han ido casi sin darme cuenta. 
Me encanta agosto con la tranquilidad que se respira en todas partes. El edificio casi vacío, la calle permanentemente adormecida, Madrid con otro ritmo y más accesible.
 Agosto como un paréntesis donde aparcar las inquietudes, las prisas, los agobios y los miedos. 
Agosto para el descanso, la lectura, las horas sin reloj.
Agosto, un espejismo del que me cuesta despedirme.


Y ya está aquí septiembre y de golpe aparecen todas las urgencias, las turbaciones, las preocupaciones, los desasosiegos... No me gustan los primeros días de septiembre y, como una colegial, se me encoge el estómago y me cuesta levantarme.

Voy a intentar neutralizar estas malas vibraciones  con un baño en la piscina y esta entrada.

No deja de sorprenderme cómo coincido con algunos escritores/pensadores, de alguna manera. Aunque suscribo completamente todo lo que dice y por eso lo apunto.




domingo, 1 de septiembre de 2013

Piscina

El sol reactivando cada poro de mi piel, dorándola con inyecciones de optimismo. Una suave brisa me acaricia y retarda el momento en el que el calor me hará zambullirme en este lecho azulado que me espera fresco y transparente . Salto  acalorada en él y el agua me recibe juguetona y revitalizante. El delicioso contraste de mi cuerpo caliente sumergiéndose en el agua límpida y fresca.Puedo sentir mi cuerpo agradecido, recorriendo el agua que me acaricia mientras nado alegre y acompasadamente, sintiendo mis músculos, mis pulmones, mi corazón. Nado, me relajo. Abro los ojos bajo el agua y disfruto de los rayos de sol tornasolados, del las burbujas, de las sombras que mi propio avance crea. En ese  útero silencioso me siento feliz. Bajo el agua giro y me recreo. Cansada, tonificada y feliz salgo de nuevo al encuentro del sol que me recibe cálidamente y me va secando las delicadas gotas que me pueblan.
Silencio,luz y sol. Esta parte gozosa del verano de la que debo ir despidiéndome y que disfruto cada vez más. Luz, sol,silencio, agua y la celebración de un cuerpo vivo que los recibe ávido y complacido. Un banquete para los sentidos y  para ser consciente del prodigio de mi cuerpo. 

sábado, 31 de agosto de 2013

Decir adiós

Vivimos de espaldas a la muerte. No queremos vernoslas con ella. La tememos. Porque no la entendemos, quizá. Porque nos produce un dolor que no sabemos canalizar. Porque la nada es inaprehensible y perturbadora.
 Y es lo único cierto en esta vida. Lo único seguro e inaplazable.

En nuestra sociedad no hay espacio para educarnos para la muerte. Yo nunca he querido ver a un ser querido muerto. De momento he podido esquivarlo. Siempre he querido tener en mi recuerdo la imagen viva de mis seres queridos. Y creo que es un error. Llevo tiempo intentando acercarme a ese hecho tan incisivo pero tan natural. Creo que sería necesario asumirla sin desgarros, como un proceso natural que, en sí mismo, no es doloroso ni aterrador.En este aprendizaje casi imposible me inició una hermosa película:  DESPEDIDAS

Me provoca un gran rechazo reflexionar sobre cómo nos queremos apartar de la muerte, cómo la queremos evitar en nuestras conversaciones, en nuestros actos sociales, en nuestra educación y , sin embargo, cómo estamos rodeada de ella y acostumbrados a verla en imágenes con las misma frialdad ya con la que miraríamos un partido de fútbol. Ninguna imagen en el telediario o en el periódico nos quita el apetito. Las vemos, decimos un qué barbaridad exculpatorio y a otra cosa mariposa. Las masacres no nos afectan y la muerte del vecino nos asusta y nos deprime. Qué enorme contradicción y que síntoma de narcisismo y de insensibilidad.

Quiero empezar a entender la muerte de otra manera. Quiero contemplarla sin miedo, como un acto más de amor a quien se va.No quiero que suponga un abismo que me desbarate la vida. Una brecha que me aleje de mis seres queridos porque ya no son lo que eran. No es fácil acercarse así a ese abismo, pero es necesario.

Como lo es que se nos revuelvan las tripas al ver estas imágenes y dejemos de comer al verlas.Y nos preguntemos por qué ahora sí vamos a tener una guerra de intervención y hace unos meses, con las mismas masacres injustas, no.

He escrito esta entrada en primera persona del plural, quizá para evitar el desprecio que me produce sentir todo eso tal cual lo siento y parapetárme en el plural para diluirme en la colectividad como si fuera un flujo que me arrastra inevitablemente.No sé. Me pregunto.

Vientre de alquiler

No entiendo muchas cosas. Cada vez más confusión.
No acabo de entender que se vaya a la India a alquilar un vientre para tener hijos. Hay miles de niños huérfanos en India a quienes la vida les sería regalada si alguien los sacara de esa soledad y ese triste futuro que les espera. 
¿Qué clase de necesidad te lleva a cruzar todo ese espacio y avanzar en esa aventura complicada para embarazar a alguien con tu semillita? 
Siempre he pensado que adoptar un hijo es uno de los actos más valientes y generosos del mundo. No entiendo el concepto de madre de alquiler. No entiendo esa necesidad de perpetuarse. Entiendo la necesidad de amar, de hacer posible una vida llena de amor, de proyectos, de compartir, de apoyarse. Un hijo es eso. 

La piel de gallina

El teatro romano de Mérida iluminando una noche de agosto.  En el escenario suena nítido un piano. Lo toca Dulce Pontes. Quiero estar allí. Quiero saborear esencias así.Quiero vivir esas simples emociones de lo auténtico. La noche, la magia de ese lugar y la voz apasionada de esa mujer que siempre me emociona y me reconcilia con mi tristeza. 
Hay lujos necesarios aunque nos están haciendo pensar que vivir es ya en sí un lujo.Quiero vivir con el lujo de sentir emociones que me hagan reconquistar la esperanza y la ilusión. El teatro romano de Mérida, un piano, la voz de Dulces Pontes y mi piel de gallina recordándome que vivir es mucho más que respirar.

viernes, 23 de agosto de 2013

El pueblo


El pueblo significa muchas cosas. Muchísimas. Más de las que yo pensaba: recuerdos, emociones, olores, nostalgias, tristezas, muchas alegrías.Pienso en el pueblo y  acuden a mí en tropel.




El sabor indescriptible de unas morcillas fritas en un bocadillo de pan todavía caliente del horno mientras me lo como en las escaleras del patio de mi tía Nieves recién levantada.


Las comidas de toda la familia. Familia numerosa alrededor de dos mesas: una para adultos y otra para los niños. El bullicio, la alegría de estar todos juntos.Los que vivimos fuera de Madrid íbamos a pasar allí el verano y nos juntábamos muchos.


Los botijos en las entradas de las casas, atesorando agua fresca para beber a chorro cuando tuvieras sed. Botijos para los adultos y , de nuevo, botijos para los niños (eramos muchos primos).


Las reuniones de la familia bajo la higuera de la casa de mis abuelos en un continuo entrar y salir de gente cada día.


El olor a higuera que es el único olor que me traspasa y me pone en contacto con algo muy íntimo y ya perdido. Quizá porque fue el olor de mi infancia y lo relaciono con el paraíso perdido.


Las excursiones a la piscina de Piqueras,el pueblo de al lado. Con una ilusión incontenible.


La máquina de tricotar de mi prima Herminia con quien me tocaba dormir a veces (Nos repartíamos por las casas de todos los tíos).


Las meriendas de toda la familia en la hoz. Montábamos en un camión de mis tíos toda la familia y nos acompañaban el pan, las chuletas, las patatas, los pepinos, las sandias...que nos comeríamos al arrullo del río que refrescaba las bebidas. La emoción de un viaje ilegal, sentados en sillas de mimbre en la parte de atrás del camión, botando con los baches y sintiendo el aire en la cara con alegría.


Las tortas de manteca, el sopa en vino o el pan con aceite de las meriendas de la abuela.


El acoso y la crítica permanente por ser la "forastera". Por eso nunca logré integrarme del todo y me costaba salir a la calle.


Las horas interminables jugando en el taller de mi abuelo con mis cacharritos. Y el serrín. Y el remolío.


El olor a madera y el ruido de las máquinas de los talleres que salpicaban el pueblo.


El ruído de la fragua del vecino que nos acompañaba cada día como un latido constante.


La incompresión, la diferencia de pensamiento y de forma de entender la vida.


Mis abuelos. Siempre mayores en la memoria y tan diferentes entre si.


Todos mis tíos jóvenes y activos.


El olor a la cueva porque no había nevera.


La belleza de lo sencillo.


Las gallinas, los conejos, los cerdos...hacer mis necesidades en el balaguero con ellos.


Los paseos que no di con mi abuelo a quien cada noche le prometía que le acompañaría por la maña temprano cuando él salía pasear por el campo y por el pueblo cada día. Cuando yo me levantaba muy tarde, él ya llevaba horas de vuelta y me miraba entre decepcionado y divertido dando golpes de cabeza. Sin decir nada como siempre.

Los paseos que no di con él y las conversaciones que no tuve y que sé que me hubieran encantado y me hubieran ayudado a conocerle más. Porque fue un auténtico desconocido que presidía la familia pero que nunca hablaba.

Una paloma de anís fresca y deliciosa.


Ir a la fuente a llenar los botijos de agua.


Mis caídas inevitables en carreras torpes por culpa de mis pies planos y mis rodillas y mis codos malheridos cada verano.


El fresco sentados en la puerta de mi abuela con toda la familia y las vecinas.


La auténtica plenitud de una siesta encalada protegiéndonos del calor sofocante del mediodia. Despertar de la profundidad de un mundo en orden y placentero que me devolvía al silencio adormecido de la casa y al trinar de los pájaros siempre activos en la higuera.


El aburrimiento más absoluto de ver las horas pasar.


El frío inclemente de las camas en invierno. El hueco que hacías en el colchón de lana y del no podías salirte sin sentir que se te congelaba algo.


El olor a las estufas de leña en las calles, en las casas.


Un cielo estrellado irrepetible por el que recorrer el camino de Santiago y descubrir el carro, el oso...


La cal, el blanco azulado de las casas encaladas que te obligaba a cerrar los ojos al reflejo del sol.


El  mundo en orden. El espejismo de la felicidad.



En los últimos años el pueblo también es muchas otras cosas:


La casa de mis abuelos , ahora de mis padres, renovada y en la que mi hijo ha disfrutado mucho cada verano.


Ver envejecer a mis tíos.


El cementerio donde visito a mis abuelos.


Y dos caminos maravillosos que no me canso de recorrer cada día al atardecer o al amanecer.


Un camino por campos de girasoles, cebadas, vides, olivos... campos plagados de hermosos girasoles  que recortan los recolectados campos rubios de cebada.


             
                                                                                                                                                                                                         
                                         
 El silencio, la luz violeta de unos atardeceres espectaculares que siembran el horizontes de tonos rojizos hasta que la luz se va.

 





El camino de la hoz. La hoz del río Gritos que recuerda lo que hace años fue un caudaloso lecho sinuoso y rítmico. y que ahora se ha convertido en un espectáculo de colores ocres, blancos, negros, verdes


   en el que los buitres pasan desapercibidos hasta que despliegan su alas y se deciden a obsequiarnos con su vuelo majestuoso y sereno. 

Rocas altas flanqueadas de chopos, higueras (de nuevo), castaños que se mecen acompasados con el viento de la mañana y nos refrescan con su sombra y su acariciante murmullo. Rocas doradas al recibir el primer sol de la mañana que le devuelve al día una luz embriagadora y mágica.

                                          

 El rocío empapado de olores que  encabalgan unos en otros despertando los sentidos dichosos y abrumados.El viento arrullando las ramas de los árboles, los pájaros despertando cantarines. Música  que brota en el silencio de la mañana.