viernes, 7 de noviembre de 2014

La sal de la tierra

Hoy se ha levantado el día lluvioso. Un viernes desapacible que provocaba volver a casa pronto para contrarrestar el cansancio acumulado durante toda la semana. Sin embargo, he decidido perderme por las calles de mi ciudad y disfrutar de los espacios y pequeñas cosas que más me llenan. Al salir del metro, el sol me esperaba como recompensa. Sin compromisos ni prisas me he dejado llevar buscando las pequeñas calles que hacen de Madrid un espejismo de ciudad serena y sosegada. Decido no desaprovechar la oportunidad de zambullirme en el juego de colores y frescor de un Retiro oloroso y cambiante, con retazos de luz alumbrando castaños rojizos y verdes recién estrenados. Lo paseo arrullada en el crujir de las hojas que tapizan el suelo y se encienden a la luz del sol. Desemboco en el museo Thyssen ilusionada ante una exposición que me promete sorpresas: Impresionismo americano





 
Un par de cuadros responden a mis expectativas.

Redescubro a Childe Hassan

Y descubro a varios pintores. Uno de los que más me gusta, Dennis Miller Bunker, con este cuadro.



Prescindo de la comida y, con un sandwich, me meto en el cine a ver  La sal de la tierra sobre Sebastian Salgado


Sabía que las imágenes de este artista vistas en la pantalla de un cine me iban a emocionar. Este paseo por la obra(la vida) del autor es un duro testimonio sobre la condición humana, la violencia, la crueldad, la desigualdad. Un regalo visual y sensorial envuelto en un ropaje de una belleza conmovedora, coronado con un lazo vital de esperanza que nos abre caminos y nos devuelve la confianza.

                                                                                                                                                                   


         
                                                           

Vuelvo a casa caminando. Mi ciudad se recoge despidiendo al día con una placidez de estrechas calles silentes con olor a madera y hoguera. Las campanas de una iglesia acompasan a las farolas que empiezan a brillar acogedoramente. 
Paseo por los rincones que más me gustan y me encuentro con el disgusto de comprobar que algunos de ellos, que alfombraban mi paisaje emocional, han desaparecido. Una tiendecita donde todavía encontraba chuches de mi infancia y una galería de arte en la que me refugiaba siempre que podía. En medio de esa orfandaz me doy cuenta de que no tengo con quien compartirla. Ni sé si quisiera tenerlo.
Hacía muchos años que no me sentía tan sola.