domingo, 23 de marzo de 2014

La almeja

La almeja se cerraba cuando sentía que algo podía agredirla. Como todas las almejas. Últimamente notaba esa sensación frecuentemente. Se sentía cansada y algo desvalida en ese mar revuelto que ahora le tocaba transitar. Si lo pensaba, no recordaba la última vez que había abierto sus valvas a plena branquia. 


Ahora siente ese calorcito que le llega cuando el sol calienta el agua o la tierra que la protegen y siente que quiere abrirse, entregarse a él y no puede.
 No sabe por qué, ahora que no se siente en peligro, que le gustaría disfrutar de esa sensación única de acariciar el sol,  no puede.
 A base de cerrarse, de estar fuertemente encogida en su refugio, se ha debilitado y su gozne, como oxidado, no responde. Logra abrir un breve resquicio entre sus dos paredes, que le permiten anhelar todavía más ese disfrute que le es vedado. Sólo eso, nada más. Un acercamiento a lo que desea y ya no puede tener. Doloroso.

Ella no sabe que está enferma, que sus músculos han perdido la fuerza por pura inactividad, por miedo. El miedo la ha secado y ella siente que ya no podrá nunca vencerlo.

Lo único que ella no sabe es que quizá el calor que ella tanto extraña, puede que no sea un regalo del sol. Tal vez su cerrazón impuesta le evite descubrir que ella no puede abrirse al agua hirviendo con sal de una cazuela que la fulminaría abrasándola nada más recibirla plenamente. 
Tal vez así llegara a esa muerte en la que está instalada, a la oscuridad temerosa en la que se ha convertido su vida.

Creías defenderte, Almeja, pero han podido contigo. Lo han conseguido y ahora ya no sabes volver al mundo de luz del que provenías. Te has quedado sin las sombras que te herían, y ante las que reaccionaste con más sombras, para instalarte en una oscuridad letal.