domingo, 10 de agosto de 2014

Meandros


La tristeza, a veces, se atrinchera en los huesos y los vuelve plomizos; sin que el ánimo, que pretende mantenerse inquebrantable, pueda nada contra ese peso.

Yo busco el calor como único refugio, el calor del cariño. Y me gusta rodearme de la gente que me quiere, casi sin hablar, solo sintiendo que soy parte de ellos.
Ellos no tienen ni idea de lo que me pasa por dentro ni de la necesidad que tengo de ellos. Pero yo los busco y me sumerjo en ellos y ahí me instalo calladamente.

La tristeza no se va, pero se amortigua, por un rato.

Veo a mis mayores envejecer y se me cuartea el alma. Veo a mi hijo cambiar, convertirse en otro ajeno y lejano y me duele.
No soy buena aceptando lo inevitable, lo que es ley de vida. 
Quisiera parar el tiempo, congelarlo y quedarme ahí en ese espacio sin tiempo y sin dolor. Una fotografía fija que es lo contrario de la pulsión de la vida. Y es que, insisto, creo que yo no sé vivir.

En ese laberinto de asumir lo ineludible busco meandros en los que detener ese flujo amargo que va a dar a la mar.

 La compañía efímera de mis mayores, como ya he dicho.

Pero también el olor a campo y su silencio que siempre estarán ahí.

Y también, y siempre,  los recuerdos.
En el pueblo, tarde estival después de comer. Esa pereza que te lleva a tumbarte rodeada de silencio y el frescor de esas viejas paredes. Y de pronto, recuerdo que tengo mis libros de niña en el armario. Cojo uno y ¡zas! me zambullo en todo un universo que estaba ahí esperándome y que no puede desaparecer. Y vuelvo a sentirme esa niña que en los sábados nublados se arropaba en su cama y pasaba la mañana leyendo cobijada bajo las mantas y corriendo aventuras, en mitad de la cuales tenía que levantarme para coger la tableta de chocolate y acompañar "a mis amigos" en esos opíparos desayunos o cenas que me hacían la boca agua aun no sabiendo bien en qué consistían (Me encantaba imaginar que bebía esa "cerveza de jengibre" que no podía imaginar qué era. Algo así como ¿un ginger ale?). 
Yo con ocho o nueve años calentita en mi cama, degustando mi tableta de chocolate La campana de Elgorriaga
al tiempo que descubría tesoros o contrabandistas o túneles secretos con LOS CINCO.


Sé que ahora la oferta es mucho más variada y que , afortunadamente, los tiempos cambian y la producción nacional también proporciona otras propuestas interesantes. 
Y que las nuevas tecnologías y el ritmo trepidante, deja a Los cinco un poco obsoletos y no sé si muchos niños podrían disfrutar de sus inocentes aventuras. 
Sin embargo, yo los reivindico como un arma poderosísima contra la anorexia. Comer es parte del banquete de los sentidos en estos libros: bacón, huevos cocidos, mermerlada de frambuesa, pastelillos, puding de carne, emparedados de jamón... Lástima que los chicos y las chicas a los que les beneficiaría encontrarse con este disfrute de la comida, estén lejos de interesarse por este tipo de libros.

Ahora, tantos años después, he vuelto a disfrutar de sus ingenuas aventuras y sus educadas y maduras reacciones. A pesar de detectar que la traducción no es muy buena y que los subjuntivos escaseaban en estos libros.

Y Los cinco me han llevado a Los siete y a Torres de Malory.. Cuántos buenos ratos pasé al lado de estos personajes... Horas de disfrute en otros mundos, otras formas de vivir. Horas de mi vida leyendo y siendo feliz.

Y en este meandro me he perdido gustosa durante el pasado fin de semana porque los conservo casi todos.


Y en el meandro de los recuerdos, viendo vídeos, recupero la casa de mis abuelos como fue antes de reformarla.
 Y de manera automática, se me dispara un sonido que abre una puerta que encierra todo un universo.
 El ruido del pestillo que cerraba la sala donde estábamos reunidos, la sala de estar.
La sala donde comíamos y donde en invierno nos calentábamos alrededor de la estufa. La puerta que se abría continuamente porque continuo era el ir y venir de mi familia -muy numerosa- a esa sala. Ese sonido o la voz de mi abuela diciendo: "¡Muchacho/a, cierra la puerta que se va el calor!" 

Meandros, intensos, íntimos que acompañan a mi tristeza y la acunan dulcemente.

Me pregunto si mi hijo tendrá estos meandros a los que acudir cuando necesite perderse en ellos. Me pregunto si los necesitará. Si es bueno necesitarlos. 
Aunque sé, con toda certeza, que es bueno atesorarlos.