jueves, 3 de octubre de 2013

La piedra de la paciencia


Es una película muy bella.
Transcurre principalmente en la asfixiante atmósfera de la habitación de una casa pobre en medio de un conflicto bélico que la atraviesa, literalmente. Ese contexto enmarca perfectamente la opresión que vive la protagonista en Afganistán. Sin embargo, encerrada en esa habitación sola, abandonada al cuidado de su marido- un combatiente relevante de una de las dos facciones, en coma por una bala nada heroica- atada al suero que le mantiene vivo y que ella custodia;
allí, desesperada por la suerte de él que es la suya y la de sus hijos; encontrará un camino de liberación, de ser ella misma por primera vez, de desenterrar todo lo que la está ahogando, sepultando su vida.
Necesita que su marido vuelva a la vida para tener un futuro, para poder sobrevivir; y con este fin comienza a hablarle, intentando devolverle a este lado de la consciencia. Y con un monólogo insistente se sincera, se abre como si le estuviera hablando a un amigo y le va contando todos sus sueños, sus frustraciones, sus deseos. Le confiesa lo que casi ha tenido miedo de pensar y ahora sale de ella casi contra su voluntad, descubriendo ante ella una mujer que la asusta por su atrevimiento.
Se libera como mujer y como persona y busca ese encuentro con su esposo como una catarsis transgresora y reivindicativa, sabiendo que es una locura y que nada cambiará, excepto, quizá, dentro de ella.
En ese monologo liberador sabemos de una vida en la que nunca ha habido elección ni amor, una vida injusta
 de precariedades materiales pero sobre todo de carencia total, injusta e irremediable de emociones y afectos.

Ante mí, sin embargo, estalló una revelación en la que nunca había pensado y que me sobrecogió y me pilló desprevenida. Me di cuenta de que en ese desierto emocional injusto, desigual y cruelmente machista la mujer podía hallar, probablemente, algún oasis en amigas o hijos
; pero el hombre jamás sabría lo que es una caricia ni el sabor dulce de un beso sincero.