martes, 6 de diciembre de 2016

La manta azul

Tiendo la manta. La manta azul. Pequeña, suave. Una manta vieja y antigua. Un trozo de tela. Nada.
La manta de planchar cuando no había tablas y mi madre planchaba sobre su mesa camilla y su manta. Mi manta azul. Ella me la debió de dar cuando me fui de su casa. Para que cubriera la mesa y me ayudara a planchar.
Y esa manta ha sobrevivido a mudanzas y a años y ahora está tendida en mi terraza. La tiendo y la acaricio. Algo tan simple, tan escaso de valor. Su manta. Mi manta.

Estuvo durante mucho tiempo en el trastero. Porque yo no tiro nada. Y a fuerza de no tirar, ni pienso en lo que está ahí ni para qué está.

Y ahora, acaricio ese trozo de tela inútil y acaricio todo el mundo que contiene y que me ha regalado sin darme cuenta. Esa mantita guarda la felicidad. Trazos de felicidad. Los suaves momentos de ternura y calor que cada noche me esperan con ella.

Miko se arrebuja contra mí, encima de ella. Y la manta, con Miko encima, logra devolverme la emoción de sentirme querida y arropada. Con la amargura de constatar todo lo que no tengo y me estoy perdiendo.

La manta azul me acaricia a mí cada noche con el maravilloso peso de un ser que me mira como si no hubiera nada más importante en el mundo; diciéndome con sus ojos que, sólo por estar así, mirándonos  y dándonos calor, merece la pena vivir.