Parece poesía y lo es. Si no fuera una frase inmensa como el cielo y el mar que separa el mundo de la pequeña que la repite, de todos los que la rodean.
Y en esa fractura no sabemos si es feliz, si siente todo el amor que se le entrega y ella no sabe devolver. No sabemos qué pasa en ese mundo suyo al que nadie tiene acceso y del que pocas veces puede salir.
El dolor que yo siento es el de su tía. Ella que es todo amor y entrega, se lo da a manos llenas y la acoge feliz, ahora que la dejan, y la complace y la acompaña como puede en ese otro mundo que no entiende y al que no puede acceder.
La pequeña sonríe y el cielo y el mar son mucho más azules y tan profundos como la ternura y el amor de su tía al verla sonreír.
El destino a veces se tuerce y separa mundos y lo simple se complica y se convierte en un campo de batalla lleno de afecto y de infinita paciencia. Y la brecha se perfuma, se cubre de seda para que todo sea más hermoso, menos fatigoso a base de amor y de entrega y de perseverancia.
El destino torcido arremete y sólo queda acompañarlo y llenarlo de amor. Como esta tía con su sobrina.
Por eso es más lacerante ver como los adultos nos empeñamos en crear brechas que nos separan y aíslan, incluso de los que más queremos. Sin entender por qué. Sin dar opción a crear puentes o restaurarlos.
Y como dioses ciegos y despiadados nos empeñamos en torcer destinos hermosos y justos.
Para mi amiga, mi hermana.