sábado, 12 de octubre de 2013

Paseo por el tiempo

Hace dos días mi padre ha cumplido 77 años. Está envejecido y enfermo pero sigue su vida sin limitaciones. 

Hoy he hecho algo que tenía muchas ganas de hacer y que , me temía, nunca haría: me he ido con él a pasear por el barrio en el que creció y que yo no conocía.


Mi padre vivió su infancia y juventud en la calle Áncora

 
cerca del Paseo de las Delicias, al sur de Atocha. Es una zona que yo no frecuento ni conozco. Algunos edificios se conservan pero la mayoría han sido renovados.
 La parte última de la calle Áncora, donde vivía mi padre, ha sido la parte que menos ha cambiado, si obviamos los coches que en aquella época no existían y cuya ausencia les permitía jugar al fútbol en la misma calle sin problemas.


Desafortunadamente, la casa donde vivió mi padre con su familia ha desaparecido y esto es lo que hay en su lugar. Por eso, no pudimos visitarla ni subir a ver cómo era ahora.


Dimos un paseo por el barrio y mi padre me iba contando: "Allí había una carbonería" "Allí estaba el lavadero" "Y la abuela ¿iba frecuentemente? No, la abuela lavaba en casa en un barreño"  "Allí había una panadería donde la abuela compraba el pan. Allí estaba el mercado donde comprábamos todos los días"

"Y este es el pasadizo de Áncora,
 este era un edificio de la Guardia Civil.Y aquí, en el pasadizo estaba "la casa el cuatro""





 "Aquí,
se ponía el puesto de melones y uno disimuladamente, movía un melón con el pie y como  la calle estaba en cuesta, el melón caía y nos lo quedábamos con él. Y siempre había puestos de pipas y caramelos". 





"¿Y el Desi? ¿Dónde estaba exactamente? El Desi era una taberna donde íbamos mucho. Muchos días nos decía que hiciéramos unos equipos y jugáramos al fútbol y después nos daba un duro."  Hablamos con un camarero de un bar que nos explicó que antes de ese bar, eso era una lechería - de la cual me había hablando antes- y "el Desi era esta bollería".

Dimos un paseo por las calles colindantes y pudimos ver el colegio al que fueron él y mis tíos













y la iglesia "Nuestra señora de los desamparados" a la que el cura le llevaba cogido de la oreja desde el colegio para que no se escapara y fuera a misa que nunca iba. "Y en los bautizos, nos poníamos a la salida para que nos dieran dinero y luego íbamos a los puestos a comprar caramelos".


Bajando un poquito por la calle que hacía esquina con su casa- "aquí estaba la única pastelería de la zona, "La Piña de oro" que ahora es un bar"-, hablamos con una señor mayor por si era de la época de mi padre.Mi padre, muy gracioso, se presentó al señor diciendo: "Yo era infante aquí en este barrio". El señor hacía 40 años que vivía allí, o sea que no coincidieron, y ahora despotricaba contra los emigrantes y los problemas que dan al barrio.

Más abajo vimos dónde estuvo la fábrica de El Águila y vimos lo que quedaba de ella














y fuimos a parar al Museo del Ferrocarril para subir después por el Paseo de las Delicias que , en su época, estaba lleno de cines.


Subimos por esa calle a Atocha para tomarnos un bocata de calamares y una cerveza y cerrar ese paseo tan especial con un  buen broche.

 Sentados en una terraza enfrente del Reina Sofía - que en su día fue el Hospital General de Madrid-, nos contaba (Ina se sumó a la comida castiza) cómo le quitaron las anginas en el hospital San Carlos que ahora es el Conservatorio y otras anécdotas de su vida en ese barrio.

Mi padre habla con cariño, divertido, pero sin nostalgia ni resquemor. Era una época dura, la vida no era sencilla, era muy dura; y sin embargo, él lo recuerda todo con cariño, sin ningún dolor. Tampoco con sentimiento de pérdida o de tristeza.


Yo quería imaginarme a ese niño rubito jugando por estas calles,

de camino al colegio, corriendo hacia el río, feliz.Creo que mi padre siempre ha sido feliz. Con una sabiduría básica de no pedir nada a la vida ni esperarlo.





Aunque también creo que los hijos nunca conocemos bien a nuestros padres. Los recordamos adultos, en un mundo que no es el nuestro ni nos pertenece, sin entender 
que ellos también tuvieron ilusiones, deseos, frustraciones, alegrías y desdichas.
 Conocemos a unos adultos que creíamos instalados en la certeza y no pensamos que también fueron- si  no lo son todavía como muchos de nosotros- unos jóvenes desorientados y vulnerables.



Yo quería caminar al lado de ese niño, de ese joven, por el paisaje de aquellos años y así fue. Con mi padre envejecido, iba de la mano aquel niño que jugaba al balón y el jovencito cuya hambre le hacía ir a abrir los vagones precintados de los trenes para comer las arvejas para el ganado que encerraban. Y con los dos recuperé un tiempo y un espacio que casi no podré imaginar pero que pude sentir con la misma calidez que el sol que nos iba acompañando por esas calles que ya no eran.


Fue un día radiante, fresco pero soleado y diáfano. Lo voy a recordar siempre.

jueves, 3 de octubre de 2013

La piedra de la paciencia


Es una película muy bella.
Transcurre principalmente en la asfixiante atmósfera de la habitación de una casa pobre en medio de un conflicto bélico que la atraviesa, literalmente. Ese contexto enmarca perfectamente la opresión que vive la protagonista en Afganistán. Sin embargo, encerrada en esa habitación sola, abandonada al cuidado de su marido- un combatiente relevante de una de las dos facciones, en coma por una bala nada heroica- atada al suero que le mantiene vivo y que ella custodia;
allí, desesperada por la suerte de él que es la suya y la de sus hijos; encontrará un camino de liberación, de ser ella misma por primera vez, de desenterrar todo lo que la está ahogando, sepultando su vida.
Necesita que su marido vuelva a la vida para tener un futuro, para poder sobrevivir; y con este fin comienza a hablarle, intentando devolverle a este lado de la consciencia. Y con un monólogo insistente se sincera, se abre como si le estuviera hablando a un amigo y le va contando todos sus sueños, sus frustraciones, sus deseos. Le confiesa lo que casi ha tenido miedo de pensar y ahora sale de ella casi contra su voluntad, descubriendo ante ella una mujer que la asusta por su atrevimiento.
Se libera como mujer y como persona y busca ese encuentro con su esposo como una catarsis transgresora y reivindicativa, sabiendo que es una locura y que nada cambiará, excepto, quizá, dentro de ella.
En ese monologo liberador sabemos de una vida en la que nunca ha habido elección ni amor, una vida injusta
 de precariedades materiales pero sobre todo de carencia total, injusta e irremediable de emociones y afectos.

Ante mí, sin embargo, estalló una revelación en la que nunca había pensado y que me sobrecogió y me pilló desprevenida. Me di cuenta de que en ese desierto emocional injusto, desigual y cruelmente machista la mujer podía hallar, probablemente, algún oasis en amigas o hijos
; pero el hombre jamás sabría lo que es una caricia ni el sabor dulce de un beso sincero.