lunes, 2 de noviembre de 2015

La vela

La vela era poderosa. Soberbia. Tanto que, ajena a su poder o ensimismada en él, no le preocupaba si quemaba al que se acercaba. Y a veces, más que iluminar, deslumbraba y era necesario cerrar los ojos y obviarla.


Con el tiempo, la vela, templó su bravura y se olvidó de su dominio para entregarse a unos ojos recién nacidos y así, se hizo cálida y algodonosa. Firme sin abrasar. Generosa, complaciente sin pedir nada a cambio. Sólo quería iluminar su camino. Como él quisiera. Estar era ser feliz.



Ahora la vela se curva. Mira con ojos aguados y tristes de incomprensión. Sin entender que es esa misma vela que iluminaba feroz y tiernamente. Sonríe perdida. Nadie podía decir que es la misma vela. Ella tampoco. Y se pierde en esta otra vida que le está tocando vivir sin aprender a adaptarse. Sin armas para luchar una batalla que no comprende. Empeñada en enrocarse en una realidad ficticia en la que cree seguir alumbrando cuando ya sólo mantiene una mecha abrasada.




Miro la vela y casi no soporto verla apagarse y quisiera arroparla y mecerla y que un viento suave la apagara sin sentir el dolor de no ser para ser lo que no quieres ser. La miro doblada, extraviada y me gustaría abrazarla y encender su corazón con las brasas de un cariño que siempre ha estado ahí y nunca nos hemos dado.


Miro la vela y pienso en su cera derritiéndose ya para siempre, resbalando sobre lo que fue y quemando las últimas esperanzas de un futuro bondadoso. Y esa cera me quema como si algo dentro de mí se fundiera ya para siempre, dejando un rastro de cicatrices, calcinado.