sábado, 31 de agosto de 2013

Decir adiós

Vivimos de espaldas a la muerte. No queremos vernoslas con ella. La tememos. Porque no la entendemos, quizá. Porque nos produce un dolor que no sabemos canalizar. Porque la nada es inaprehensible y perturbadora.
 Y es lo único cierto en esta vida. Lo único seguro e inaplazable.

En nuestra sociedad no hay espacio para educarnos para la muerte. Yo nunca he querido ver a un ser querido muerto. De momento he podido esquivarlo. Siempre he querido tener en mi recuerdo la imagen viva de mis seres queridos. Y creo que es un error. Llevo tiempo intentando acercarme a ese hecho tan incisivo pero tan natural. Creo que sería necesario asumirla sin desgarros, como un proceso natural que, en sí mismo, no es doloroso ni aterrador.En este aprendizaje casi imposible me inició una hermosa película:  DESPEDIDAS

Me provoca un gran rechazo reflexionar sobre cómo nos queremos apartar de la muerte, cómo la queremos evitar en nuestras conversaciones, en nuestros actos sociales, en nuestra educación y , sin embargo, cómo estamos rodeada de ella y acostumbrados a verla en imágenes con las misma frialdad ya con la que miraríamos un partido de fútbol. Ninguna imagen en el telediario o en el periódico nos quita el apetito. Las vemos, decimos un qué barbaridad exculpatorio y a otra cosa mariposa. Las masacres no nos afectan y la muerte del vecino nos asusta y nos deprime. Qué enorme contradicción y que síntoma de narcisismo y de insensibilidad.

Quiero empezar a entender la muerte de otra manera. Quiero contemplarla sin miedo, como un acto más de amor a quien se va.No quiero que suponga un abismo que me desbarate la vida. Una brecha que me aleje de mis seres queridos porque ya no son lo que eran. No es fácil acercarse así a ese abismo, pero es necesario.

Como lo es que se nos revuelvan las tripas al ver estas imágenes y dejemos de comer al verlas.Y nos preguntemos por qué ahora sí vamos a tener una guerra de intervención y hace unos meses, con las mismas masacres injustas, no.

He escrito esta entrada en primera persona del plural, quizá para evitar el desprecio que me produce sentir todo eso tal cual lo siento y parapetárme en el plural para diluirme en la colectividad como si fuera un flujo que me arrastra inevitablemente.No sé. Me pregunto.

Vientre de alquiler

No entiendo muchas cosas. Cada vez más confusión.
No acabo de entender que se vaya a la India a alquilar un vientre para tener hijos. Hay miles de niños huérfanos en India a quienes la vida les sería regalada si alguien los sacara de esa soledad y ese triste futuro que les espera. 
¿Qué clase de necesidad te lleva a cruzar todo ese espacio y avanzar en esa aventura complicada para embarazar a alguien con tu semillita? 
Siempre he pensado que adoptar un hijo es uno de los actos más valientes y generosos del mundo. No entiendo el concepto de madre de alquiler. No entiendo esa necesidad de perpetuarse. Entiendo la necesidad de amar, de hacer posible una vida llena de amor, de proyectos, de compartir, de apoyarse. Un hijo es eso. 

La piel de gallina

El teatro romano de Mérida iluminando una noche de agosto.  En el escenario suena nítido un piano. Lo toca Dulce Pontes. Quiero estar allí. Quiero saborear esencias así.Quiero vivir esas simples emociones de lo auténtico. La noche, la magia de ese lugar y la voz apasionada de esa mujer que siempre me emociona y me reconcilia con mi tristeza. 
Hay lujos necesarios aunque nos están haciendo pensar que vivir es ya en sí un lujo.Quiero vivir con el lujo de sentir emociones que me hagan reconquistar la esperanza y la ilusión. El teatro romano de Mérida, un piano, la voz de Dulces Pontes y mi piel de gallina recordándome que vivir es mucho más que respirar.

viernes, 23 de agosto de 2013

El pueblo


El pueblo significa muchas cosas. Muchísimas. Más de las que yo pensaba: recuerdos, emociones, olores, nostalgias, tristezas, muchas alegrías.Pienso en el pueblo y  acuden a mí en tropel.




El sabor indescriptible de unas morcillas fritas en un bocadillo de pan todavía caliente del horno mientras me lo como en las escaleras del patio de mi tía Nieves recién levantada.


Las comidas de toda la familia. Familia numerosa alrededor de dos mesas: una para adultos y otra para los niños. El bullicio, la alegría de estar todos juntos.Los que vivimos fuera de Madrid íbamos a pasar allí el verano y nos juntábamos muchos.


Los botijos en las entradas de las casas, atesorando agua fresca para beber a chorro cuando tuvieras sed. Botijos para los adultos y , de nuevo, botijos para los niños (eramos muchos primos).


Las reuniones de la familia bajo la higuera de la casa de mis abuelos en un continuo entrar y salir de gente cada día.


El olor a higuera que es el único olor que me traspasa y me pone en contacto con algo muy íntimo y ya perdido. Quizá porque fue el olor de mi infancia y lo relaciono con el paraíso perdido.


Las excursiones a la piscina de Piqueras,el pueblo de al lado. Con una ilusión incontenible.


La máquina de tricotar de mi prima Herminia con quien me tocaba dormir a veces (Nos repartíamos por las casas de todos los tíos).


Las meriendas de toda la familia en la hoz. Montábamos en un camión de mis tíos toda la familia y nos acompañaban el pan, las chuletas, las patatas, los pepinos, las sandias...que nos comeríamos al arrullo del río que refrescaba las bebidas. La emoción de un viaje ilegal, sentados en sillas de mimbre en la parte de atrás del camión, botando con los baches y sintiendo el aire en la cara con alegría.


Las tortas de manteca, el sopa en vino o el pan con aceite de las meriendas de la abuela.


El acoso y la crítica permanente por ser la "forastera". Por eso nunca logré integrarme del todo y me costaba salir a la calle.


Las horas interminables jugando en el taller de mi abuelo con mis cacharritos. Y el serrín. Y el remolío.


El olor a madera y el ruido de las máquinas de los talleres que salpicaban el pueblo.


El ruído de la fragua del vecino que nos acompañaba cada día como un latido constante.


La incompresión, la diferencia de pensamiento y de forma de entender la vida.


Mis abuelos. Siempre mayores en la memoria y tan diferentes entre si.


Todos mis tíos jóvenes y activos.


El olor a la cueva porque no había nevera.


La belleza de lo sencillo.


Las gallinas, los conejos, los cerdos...hacer mis necesidades en el balaguero con ellos.


Los paseos que no di con mi abuelo a quien cada noche le prometía que le acompañaría por la maña temprano cuando él salía pasear por el campo y por el pueblo cada día. Cuando yo me levantaba muy tarde, él ya llevaba horas de vuelta y me miraba entre decepcionado y divertido dando golpes de cabeza. Sin decir nada como siempre.

Los paseos que no di con él y las conversaciones que no tuve y que sé que me hubieran encantado y me hubieran ayudado a conocerle más. Porque fue un auténtico desconocido que presidía la familia pero que nunca hablaba.

Una paloma de anís fresca y deliciosa.


Ir a la fuente a llenar los botijos de agua.


Mis caídas inevitables en carreras torpes por culpa de mis pies planos y mis rodillas y mis codos malheridos cada verano.


El fresco sentados en la puerta de mi abuela con toda la familia y las vecinas.


La auténtica plenitud de una siesta encalada protegiéndonos del calor sofocante del mediodia. Despertar de la profundidad de un mundo en orden y placentero que me devolvía al silencio adormecido de la casa y al trinar de los pájaros siempre activos en la higuera.


El aburrimiento más absoluto de ver las horas pasar.


El frío inclemente de las camas en invierno. El hueco que hacías en el colchón de lana y del no podías salirte sin sentir que se te congelaba algo.


El olor a las estufas de leña en las calles, en las casas.


Un cielo estrellado irrepetible por el que recorrer el camino de Santiago y descubrir el carro, el oso...


La cal, el blanco azulado de las casas encaladas que te obligaba a cerrar los ojos al reflejo del sol.


El  mundo en orden. El espejismo de la felicidad.



En los últimos años el pueblo también es muchas otras cosas:


La casa de mis abuelos , ahora de mis padres, renovada y en la que mi hijo ha disfrutado mucho cada verano.


Ver envejecer a mis tíos.


El cementerio donde visito a mis abuelos.


Y dos caminos maravillosos que no me canso de recorrer cada día al atardecer o al amanecer.


Un camino por campos de girasoles, cebadas, vides, olivos... campos plagados de hermosos girasoles  que recortan los recolectados campos rubios de cebada.


             
                                                                                                                                                                                                         
                                         
 El silencio, la luz violeta de unos atardeceres espectaculares que siembran el horizontes de tonos rojizos hasta que la luz se va.

 





El camino de la hoz. La hoz del río Gritos que recuerda lo que hace años fue un caudaloso lecho sinuoso y rítmico. y que ahora se ha convertido en un espectáculo de colores ocres, blancos, negros, verdes


   en el que los buitres pasan desapercibidos hasta que despliegan su alas y se deciden a obsequiarnos con su vuelo majestuoso y sereno. 

Rocas altas flanqueadas de chopos, higueras (de nuevo), castaños que se mecen acompasados con el viento de la mañana y nos refrescan con su sombra y su acariciante murmullo. Rocas doradas al recibir el primer sol de la mañana que le devuelve al día una luz embriagadora y mágica.

                                          

 El rocío empapado de olores que  encabalgan unos en otros despertando los sentidos dichosos y abrumados.El viento arrullando las ramas de los árboles, los pájaros despertando cantarines. Música  que brota en el silencio de la mañana.  


lunes, 19 de agosto de 2013

EL PORVENIR

Nada de lo que queda por venir me produce más que inquietud, miedo, desasosiego.

 Nada de lo que aparece en mi horizonte me despierta ilusiones o alegrías.

 El futuro se me aparece como un telón oscuro lleno de miedo y de tristeza. 

Me empeño por eso en vivir el presente, sin querer mirar al fondo. 


No levanto la vista para no ver la inevitable despedida de mis seres queridos que llegará demasiado pronto (nunca es suficientemente tarde). 

No levanto la vista para no ver mi futuro profesional siempre pendiente de un hilo, en este momento más frágil y quebradizo que nunca e hilvanando mi propio  desgaste personal. 
Tampoco me ayuda levantar la vista para mirar atrás porque entonces me pregunto qué he estado haciendo toda mi vida- además de trabajar sin parar- para estar en el mismo sitio de manera más precaria, claro.

No levanto la vista para no ver mi decadencia física también inevitable por mucho que yo luche contra el paso del tiempo y no piense colaborar con él.

No levanto la vista para no ver la situación general de este país, de este mundo, que parece dispuesto a destruirse sin pestañear y en beneficio de unos pocos.

Levanto la vista para ver a mi hijo crecer, hermoso, con fuerza. Y aún eso que me hace levantar la vista y un poco el ánimo, me llena de congoja porque sé que cada vez estará más lejos de mí y cada vez más sentiré que lo he ido perdiendo por no hacerlo demasiado bien. Como me pasa ahora.

No levanto la vista y con los ojos bajos me refugio en el presente que me regala todo eso que algún día echaré dolorosamente de menos.


miércoles, 7 de agosto de 2013

Auschwitz I tiene escalones

Quizá era eso: no entendían nada, había tanta gente a la que seguían sin saber bien dónde iban, que no daba tiempo a reaccionar, a pensar, a sentir nada más que confusión e irrealidad.

En un momento, sentí que no tenía sentido esa visita que tanto había esperado y temido: parecía un parque temático en el que te cruzabas con riadas de personas sin poder interiorizar ni digerir dónde estabas. 




Estabas en Auschwitz I.

Atravesé la famosa puerta que en mi imaginario era una enorme boca antesala del infierno

y resultó ser una verja pequeña, con la leyenda ofensiva casi desdibujada que apenas podía leer entre las cabezas que se interponían.




 Estaba en Auschwitz y he pasado tantas horas en este nombre, he sentido tanto horror en ese nombre tantas horas de mi vida, que de repente sentí que estaba traicionando todo eso al no poder sentir más que confusión y necesidad de sentir algo más.Ante esa imposibilidad quise capturarlo todo lo que no podía asimilar
para poder analizarlo después. Y tengo que reconocer, que en la soledad de la noche, horas después, sentí más compasión y piedad viendo esas fotos, que en toda la visita a este primer campo.

Auschwitz es barbarie, brutalidad, crueldad, deshumanización, terror..... y yo me encontré con miles de turistas y con escalones. Auschwitz tenía escalones. Nunca leí nada sobre esos escalones y recorrerlos, subirlos y bajarlos me dio una dimensión diferente. Quizá porque los escalones establecen un orden que es la antítesis del caos de Auschwitz. En el campo no  se sabía a qué normas atenerse, no había normas, ni reglas, ni forma de zafarse de ellas que no existían pero que se imponían cada segundo. Y los escalones establecían una estructura en esa amalgama sin sentido. Quizá los escalones les devolvía a los presos su categoría de humanos que tan eficazmente los nazis se imponían eliminar. Rompían la horizontalidad que los animalizaba. Se cruzaban con otros cuando subían o bajaban. Buscaban una dirección.

Auschwitz tiene escalones




y a mí me desarmaron dentro de la confusión que supuso esa visita "turística" en medio de un bosque precioso,
                                              un 6 de agosto, calurosísimo.

Sólo pude intuir el terror cuando entré en la cámara de gas,
agolpada entre otras muchas personas y pude medio entrever el pavor y la falta de posibilidad de reacción que debían sentir esas miles de personas que en la oscuridad no sabían lo que les esperaba. Ahí, sí me pitaron los oídos al galope de mi corazón. 


Ni siquiera la vista de los hornos crematorios,asépticos, fríos y silenciosos, me hizo estremecerme.












Aliviada salgo al exterior soleado sin poder entender cómo una maquinaria perversa y de dimensiones monstruosas podía consistir en algo tan básico y primitivo.

Reseca, casi enfadada me dirigí a Auschwitz-Birkenau

martes, 6 de agosto de 2013

AUSCHWITZ II BIRKENAU


Llegamos a Auschwitz Birkenau tras un breve trayecto en autobús. Son las 14:30, el calor resulta sorprendente para mí en esas latitudes y
seguimos siendo parte de esa riada humana que avanza en afluentes por el campo.
El campo es enorme y sólo se conservan los barracones de ladrillo.
 La otra parte, la mitad contruída en madera, está prácticamente destruída. 

Veo la vía del tren que muere en el propio campo 
y me pierdo en su longuitud y en la cantidad de trayectos realizados que terminaban en ella. 



Los vagones de ganado



que transportaban como tal a miles de víctimas que llegaban, si llegaban, exhaustas y sin poder imaginar nada peor que ese viaje. Pero ahí estaba. 



Ando al lado de la vía y me pierdo en sensaciones.



Y también me pierdo de esa guía española que nos ha tocado, que nos explica, con una seriedad que podría entenderse como respetuosa ante el lugar que nos recibe, pero que finalmente aparece ante mí como de hastío. 
La guía acaba enervándome por varios motivos.
             Va a un ritmo vertiginoso aunque no lo parezca. Sus pasos son aparentemente candenciosos y sin embargo si me paro a mirar, ya la he perdido y aparece con su sombrero como una mota en el horizonte. 
              No me ha dicho nada que no supiera y me pregunto si no me estaré perdiendo esa información tan valiosa cada vez que dejo de escucharla, que es constantemente. 

Ese viaje era tan profundo para mí que acabo enfadándome con ella hasta que intento ponerme en su piel y me pregunto cuántas veces tendrá que repetir la misma historia y en qué condiciones laborales desarrolla su trabajo. 


Pero eso fue después. Durante la visita, la persigo al mismo tiempo que intento abarcar el campo, entenderlo. Sólo es posible visitar algunos barracones. Asomarse a ellos a través de las muchas personas que nos acompañan.

Casi no puedo pensar. No me da tiempo a digerir entre las prisas y la cantidad de gente. Estoy sin estar y al terminar la visita guiada, entre un calor insoportable, decido que ahora yo necesito un tiempo sola, pisando sola esa tierra alimentada de cenizas y de dolor.

Afortunadamente, las visitas ya no llegan en tropel y puedo andar por los barracones yo sola, en silencio.

Entro en uno de ellos y en total silencio, ahora sí, entro en un barracón de Auschwitz. A la luz de ese día radiante, perfumado de bosque y de verano, es difícíl transportarse al infierno que era aquel lugar. 

Porque Auschwitz era gritos, olor a carne quemada, perros ladrando, desconcierto, pavor, un espejismo habitado por cadáveres rapados y andrajosos que intentan  sobrevivir en una lucha de la que desconocían las reglas o el sentido. 

Auschwitz era disparos y golpes, era chimeneas, humo y ceniza. Era dolor, incomprensión y terror. Era hacinamiento, hambre, frío, calor, olores nauseabundos. Era agotamiento, supervivencia. Era  muerte y destrucción.

A mí se me ha instalado todo ese abismo en el estómago cada vez que he leído la experiencia de algún superviviente y me ha costado desprenderme de él una vez cerrado el libro. De hecho me acompaña solo al escuchar ese nombre: Auschwitz.
      Y allí, sola, en aquel barracón, aséptico, vacío, en soledad, pude asomarme al hueco donde hacinados los presos soñaban por unas horas con sus vidas anteriores, con sus seres queridos, con comida.
Para despertarse de golpe y a golpes frecuentemente, a una realidad que los precipitaba de nuevo a eso en lo que que se habían convertido que no sabían bien lo que era, pero que consistía en una mezcla insoportable de terror, irrealidad y necesidad. 

Sola en el barracón  podía notar el latido desbocado de mi corazón y sentí un miedo inexplicable al escuchar a lo lejos el ladrido de unos perros. Porque para mí, en esa visión "literaria" que tengo de ese infierno, la banda sonora de Auschwitz son los ladridos estridentes de perros rabiosos entrenados para matar. 

Ando por el barracón, asustada y respetuosa; buscando , como tantas veces he hecho en mi imaginación, el hueco que me hubiera gustado elegir para no estar demasiado cerca o demasiado lejos de la puerta de entrada,
para no estar demasiado cerca ni demasiado lejos de la ventana, para no estar demasiado cerca ni demasiado lejos del capo que imponía una ley de injusticia en el barracón. Y por un momento puedo sentir la mirada aterrada de los que pasaron por allí y no pudieron elegir.


Salgo al sol y respiro profundamente. Miro a mi alrededor y veo la belleza de una naturaleza
que parece haber sido parte de esa tortura.






El lugar es de una belleza natural tal,
que su elección podría parecer una broma macabra más de las muchas que parecían diseñar los torturadores. 

Al lado de los restos de los crematorios
 y de las cámaras de gas,
 donde hombres mujeres y niños entraban engañados a darse una ducha y donde salían por la chimenea tras una muerte agonica y terrible, se levanta un bosque sereno y límpio donde parece imposible haber instalado esa maquinaria de horror y muerte.








La naturaleza más humana que el hombre y que , por eso, duele más contemplar.






Me agarro a las alambradas electrificadas
que siempre he pensado que hubieran sido mi elección si hubiera podido sobrevivir algún tiempo a ese aquellarre. 





Miro el pequeño estanque donde reposan  las cenizas de tantos asesinados. 



Piso la hierba
que constituye en sí misma un enorme cementerio.


 Me doy cuenta de que el horror de visitar Auschwitz no consiste en recordar a través de sus restos todo lo que allí sucedió. 
         Consiste en constatar que aquella máquina de destrucción sistematizada no es la consecuencia de la locura de dos descerebrados. Para llevar adelante aquella pesadilla fue necesaria la participación voluntaria de mucha gente (44.000 personas llegaron a trabajar en los campos) y la colaboración de países, fuerzas y empresas con poder que se beneficiaron de toda esa matanza.

          Y sobre todo el horror de Auschwitz, de visitar Auschwitz, consiste en constatar que no ha servido para nada tanto dolor y tanto desatino,


                           que hoy continúa.
         Quizá sea el momento de afrontar el holocausto desde la responsabilidad del presente y del futuro y no escudándose en él para repetirlo.


Salgo de Auschwitz Birkenau sintiendo que no es posible la poesía después de Auschwitz. Es necesaria. Para soportar la vida y, tal vez, mejorarla. 


Aunque la poesía que me acompaña en los últimos minutos en el campo sea un poco más de vacío.

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.


José Hierro