sábado, 29 de agosto de 2015

Esos días azules y ese sol de la infancia...

Me levanto y salgo a la terraza a dar los buenos días a mi chopo iluminado por el sol.
Me recibe la calle adormecida, como con sordina, y lo disfruto despidiéndome de ello.Estos días, la ciudad respira con un ritmo lento que la humaniza y la hace querible. Las lenguas de asfalto descansan solitarias. Nos rodea un silencio que, como un celofán de calma, nos preserva de las prisas y la incomodidad.

Tengo la sensación de ir despidiéndome de tantas cosas...
Me despido de las vacaciones. Han sido unas vacaciones renovadoras. Simples y alegres. Disfrutando del momento. Sin querer pensar en nada más que en el minuto en el que estaba ¡Y eso es tan difícil para mí! 

Han sido simples y alegres porque he dejado a un lado lo que me amarga la vida y me he zambullido de lleno en lo que me hace feliz y tanto me gusta. De manera un poco ingenua, tal vez, esperando que al llenarme de luz, de descanso y de optimismo, todo lo que me hace infeliz se diluyera o difuminara un poco y perdiera su intensidad y me diera un respiro. Y no es cierto, claro. Las sombras vuelven más vigorosas, quizá, cuando has estado bañada de luz y optimismo. Tal vez pueda hacerlas frente con más firmeza, aferrándome a las maravillosas sensaciones que me han acompañado todos estos días de paz y gozo.

Volveré a la huella que han dejado este verano el sol, el viento y el mar sobre mi piel. 
La maravillosa experiencia de lanzarme a correr por la arena en la temprana mañana; sintiendo la brisa conmigo y posando la vista en ese mar cambiante lleno de luz. Como si el sol saliera de sus aguas. Empapada en sudor, con las piernas muy cansadas por la arena, sumergirme en él con una sensación de alivio y frescor que no quería que terminara nunca. Sola, en el agua, bañada por el reflejo del sol, sorteando y jugando con las olas.

Paseos interminables en la orilla de ese mar cambiante. En cada camino, el mismo mar y un mar diferente, de color diferente, de reflejos y movimientos diferentes. Buscando con la vista el sol caracoleando en la espuma alegre de la ola al romper, cabalgando sobre ella, hasta hacerle descansar como una puntilla de encaje perlada en la arena agradecida que, empapada, cambiaba de color. El encaje se diluía marcando el paseo de tatuajes tostados y  brillantes que parecían querer perseguir a esa ola en retroceso para no perder su caricia y no romper la magia. Como en un vals constante y siempre diferente.
Horas disfrutando de ese espectáculo. Siempre el mismo  y siempre diferente.
Y entre paseo y paseo, lectura. Leer, levantar la vista, el mar, volver a leer. Zambullirme en libros, en el mar, en paseos maravillosos. Leer, levantar la vista, pasear...

Aprovechar los días de oleaje fuerte, transgrediendo esa bandera roja que te advierte del peligro, para jugar con las olas como la niña que aprendió a interpretarlas, a buscarlas, a evitar sus embates y sus sacudidas. Y dejarme llevar por ellas, por su poder y su fuerza; en un hermoso tobogán  que rugía entre nuestros gritos alborozados.


Al atardecer, caminar por un mar cálido sin profundidad. Sentir en tu cuerpo el masaje del agua al adentrarte metros y metros en él, sin perder nunca pie en esa extensión de agua sin movimiento. Caminar, nadar, despojarte de toda la ropa que impide sentir esa naturaleza sin intermediarios ni fronteras, ni tirantes ni ropa mojada pegada a ti. Sentir en tu cuerpo la caricia de esa agua cálida y abandonarte a ella.
Y casi cuando el sol se va, salir y despedirlo
para disfrutar así del lienzo imposible de rojos, morados, violetas en que se convierte el horizonte y que se precipita sobre el mar; mientras la oscuridad toma la playa y nos convierte en sombras que, a nuestras espaldas, saludan a la luna como en un relevo de prodigios y tonos.

Días de agua, sol, salitre, lecturas, paseos... disfrutando de la familia, de los abuelos que están tan mayores y tan bien... Sabiendo que estoy disfrutando algo único e irrepetible y que, un día, no muy lejano recordaré como un paraíso perdido.

Del mar a la meseta. Al sol plomizo, al calor de chicharras y moscas que sabemos combatir tras los gruesos muros que jalonan el escenario de tantos años de mi vida, de tantas emociones y tantos recuerdos. Días de lectura, siestas profundas encaladas y veladas por un silencio sin tiempo ni medida. Rodeada de familia y haciendo de cada encuentro un momento para la alegría, para la risa. Aunque mi corazón llora al ver que el tiempo no pasa en balde para nadie y que los que un día me sostenían se pierden en un mundo desconocido y doloroso para ellos en el que ya no son lo que eran. 
Así que entre la tristeza profunda de ver que la casa se desmorona, que esas gruesas paredes que me sostenían ya no pueden sostenerme- algunas quebradas ya para siempre- y la inmensa alegría de poder seguir a su lado, guarecida por lo que siguen siendo, hago el esfuerzo de imponer la alegría y, así, intento estar más cerca de ellos. Nadie nunca sabrá que mis bromas y risa fácil son una simple máscara con la que cubro y trato de afrontar una tristeza profunda de pérdida y soledad.



Disfruto de los paseos vespertinos, cuando cae el sol y el calor lo permite. Kilómetros de campos segados ya que alternan su dorado rastrojo con el verde y el amarillo de girasoles alegres y esperanzadores.

Caminamos a su lado, disfrutando de este otro espectáculo, siempre el mismo y siempre diferente. Con atardeceres imposibles que iluminan con una luz casi mágica nuestros pasos y nos permiten deleitarnos con un horizonte que arde y pinta el cielo en una hoguera de tonos sobrecogedores. Cada tarde. 
Disfrutando con una alegría infantil de ese milagro simple y único que nos regala en nuestro paseo la naturaleza. 
Infantil como la emoción que siento al ver a mi padre a mi lado en esos paseos que, algo me dice, pueden ser los últimos para los dos. Y entonces la hora violeta tiñe no solo el horizonte que dejamos atrás. Mi corazón llora al tiempo que camina cantarín a su lado.

El calor insoportable de este verano nos da una tregua y me permite lo imposible: pasear, correr al mediodía por un entorno que cada día atesoro más: La hoz del río Gritos.
Y no lo dudo, me lanzo día sí y día también a recorrerla en soledad. Disfrutando de sus piedras milenarias,en tonos calizos, marronáceos y negros de musgo y tiempo; horadadas por el viento y el agua de la que un día fue lecho. Ahora discurre una carretera y una senda que me permite adentrarme por caminos solitarios y hermosos y disfrutar del silencio, el olor a higuera que se abalanza sobre mí  a cada tramo, como un abrazo que estremece mi memoria y mi corazón; del vuelo majestuoso de varios buitres que sobrevuelan el paraje y del maravilloso sonido de los árboles mecidos por el viento mientras el sol salta entre sus hojas regalando el prodigio visual de una sonata de destellos.



Y mis chopos y la sensación de que nada puede ser más hermoso que su balanceo , en un juego malabar de diamantinas hojas, rociadas de luz. En un recodo, bajo una higuera humilde y majestuosa,  me sorprende su danza centelleante mientras sus cimbreantes ramas al viento me susurran:"Estaremos aquí, Esther, cuando todo se quiebre y no puedas soportar el dolor de las ausencias, nosotros estaremos aquí. Recordándote lo que nada podrá arrebatarte y llenando tu vida de amor a lo hermoso, a lo sencillo , a las emociones" Y con ese susurro me rompo y entiendo que en esa soledad que ahora siento como nunca, en ese miedo que nunca pensé que sería mi fiel compañero a estas alturas de la vida, caben muchas cosas que nada podrá quitarme nunca.


Un verano sencillo. Sembrado de alegría casi impuesta por la fuerza de la vida. Alegría ante la desolación inevitable que se acerca pero que  todavía no está y cuyo paso firme y amenazante me espolea a disfrutar de cada momento como único. Un paréntesis de celebración de la vida.

Esos días azules y ese sol de la infancia...


Entre los papeles que encontraron en los bolsillos de Antonio Machado cuando murió exhausto, lejos de su país, puedo imaginar que como viviendo una pesadilla, hallaron uno que decía:
"Estos días azules y este sol de la infancia"
Hay muchas palabras de Machado que me parecen redondas, llenas de sabiduría y sensibilidad. Pero estas líneas me parecen una explosión de emociones, de pérdidas, de desvalimiento y de sencillez. Una lección de vida y una bandera limpia, erguida en la derrota. 
Abandonado a una realidad dolorosa e injusta, Machado descansa en la palabra, en los recuerdos, en la infancia. Donde todo es para siempre y la vida sonríe y acaricia.