jueves, 30 de mayo de 2013

El golpe



Ocho de la mañana. Una mañana normal. Raúl y yo trasteamos por la cocina para irnos preparando. Salimos en media hora. 

De repente, un golpe seco, contundente; de esos que son rotundos e inexplicables o que sólo pueden provenir de donde no quieres que venga. Raúl, que jamás se queja o llora, doblado sobre sí mismo, tapándose la cabeza repitiendo una letanía. La sangre se me agolpa en la cabeza, una lava me recorre cada centímetro de mi cuerpo en un escalofrío. Empiezo a jadear. No puedo ver dónde se ha dado y sólo quiero saber contra qué ha sido. Raúl no puede hablar y yo sólo quiero abrazarlo y que el día vuelva a comenzar. Oir otra vez el despertador y repetir cada acción hasta llegar al golpe. Y evitarlo. No quiero llorar, pero mis lágrimas sí. Por fin, Raúl me enseña dónde se ha dado. Muy cerquita de la sien veo un chichón con sangre. Se ha dado con el quicio de la pared del tendedero al estornudar.Con toda su fuerza y sin verlo venir. Saco unos cubitos y se los pongo en la herida. El dolor va remitiendo. El volcán que me ha recorrido en un circuíto sin salida, también.




No ha sido nada, sólo un golpe. Con ese golpe he recobrado muchas emociones. El pavor de una enfermedad de Raúl, que hasta que no supimos qué era nos arrambló la vida. El hueco de su ausencia en casa, durante su hospitalización. 
Un solo golpe. El dolor en la cara de mi hijo y todo se ha descompuesto a mi alrededor. Imposible ya abrazarlo, acunándole, para tranquilizarle y, sin embargo, era lo único que quería hacer ese día: estar abrazada a mi hijo, oliéndole, protegiéndole, viviendo lo único por lo que podría dar mi vida.

 Y con ese golpe, recupero lo que con las urgencias del día a día arrincono, aunque no olvido. La certeza de que lo único importante es que él esté bien de salud, que esté contento y pueda disfrutar de una vida normal. La certeza de que frente a eso, todo lo demás son minucias y que no puedo amargarme, amargarnos, la vida por que viva en el más absoluto desorden y por  que en su vida reine el despiste, la dejación y la improvisación. Que no puedo vivir en la confrontación continua porque me pierdo lo único que me importa realmente: su sonrisa, su mirada de niño tras esos ojos ávidos y perdidos de su adolescencia.


 Y con todas esas reflexiones en un solo golpe, viene el dolor de recordar algunos momentos duros que no supe controlar y que tengo grabados en mi corazón como una llaga.
Un golpe, solo un golpe. Que resuena dentro de mí desde entonces y aparece como un chichón en el alma que me precipita a los recuerdos y al llanto y a decirle a mi hijo por escrito todo lo que no soy capaz de expresar día a día. 

                                                                                                            Porque la cama deshecha, la ropa por el suelo, el baño sucio se interponen entre la madre que un día fui y el abrazo de mi hijo.
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 Y soy incapaz de transmitirle todo ese amor, esa pena, esa necesidad de quererle, de abrazarle. Y quiero volver a la cama y taparme y llorar y dormir y despertar y ser otra. Otra madre. La que un día fui y ahora se ha perdido entre silencios y desencuentros.

Solo ha sido un golpe. Un golpe que me ha recordado algo que sé muy bien: la vida puede cambiar en un segundo y podemos perder lo que casi no apreciamos cada día y que es lo más valioso que tenemos.



Un golpe, solo un golpe.