jueves, 11 de agosto de 2016

El salvavidas

En otro texto ya saqué parte de la pesadilla que fue el parto de mi hijo. 
Tardé dos días en verle, en tenerle entre mis brazos; y aunque, afortunadamente, no tuvo consecuencias, cuando me lo subieron, no podía parar de llorar. 
Recuerdo mis lágrimas caer por todo mi cuerpo. Bajaban por el camisón y lo tintaban de un azul intenso como toda la congoja que me desbordaba y no podía explicar.
 Fue una invasión del llanto que no podía controlar y que me ayudaba a canalizar una tristeza llena de ternura que no me cabía en el pecho. 

Me recuerdo rendida al cansancio, a la emoción y al llanto. Con mi pequeño al lado, rodeada de gente, con esa pena que no podía disimular y que me impedía hablar. 
Me recuerdo tumbada (no podía levantarme), despeinada, penosa y sin parar de llorar. Lágrimas recorriéndome, avergonzada por no poderlas contener ni explicar. 

Era un llanto poderoso, que me llenaba y me vaciaba al mismo tiempo. La imagen de mi camisón empapado me sigue sorprendiendo cuando me vienen a la mente esas horas confusas.

Creo que nunca más he llorado así. Lloraba sin querer y sin poderlo evitar, Sin aspavientos. Empapada de un agua que quisiera llevarse , tal vez, las terribles hora vividas y todos los miedos y las incertidumbres y los malos deseos generados por una praxis deshumanizada e incorrecta.

No puedo explicar ese llanto, sanador y , al mismo tiempo, estandarte de mi fragilidad sin ningún pudor. Me dicen que son las hormonas que gobiernan el cuerpo en esas situaciones. Puede ser. 

Yo era madre. Y era agua. Era emoción y una ternura inmensa recortada por la tristeza. 

Diecinueve años después soy madre y soy emoción y una ternura inmensa recortada por la frustración y la tristeza y mi incapacidad para ser madre como creo que debo serlo y derramarme en cariño. 

Soy madre y no soy agua. Y quisiera perderme en aquel llanto de hace diecinueve años, bañarme de él, de su inocencia y su pureza. Dejarme ir en él y poder respirar. Empaparme y sentirme esponja. De apariencia frágil pero cuajada de amor y de sorpresa. 

No sé por qué no puedo llorar. Y no lloro. Cuando más lo necesito.
Quizá porque he aprendido que no sirve de nada. 
Quizá porque me he endurecido y he comprobado que la sal de las lágrimas no tiene valor si no se comparte, si no se siente acompañada. 
Quizá un náufrago no puede permitirse el lujo de llorar en ese océano en el que bracea. Aunque , frecuentemente, sea muy consciente de que el mar que le ahoga, que le impide avanzar y recuperarse y ser más él, es- precisamente- ese que le anega por dentro.

Me gustaría poder abandonarme otra vez a ese llanto que me permitía respirar a pleno pulmón. Ese llanto que nace del amor y del miedo. Abandonarme a él, con mi niño entre mis brazos como un salvavidas.