martes, 6 de agosto de 2013

AUSCHWITZ II BIRKENAU


Llegamos a Auschwitz Birkenau tras un breve trayecto en autobús. Son las 14:30, el calor resulta sorprendente para mí en esas latitudes y
seguimos siendo parte de esa riada humana que avanza en afluentes por el campo.
El campo es enorme y sólo se conservan los barracones de ladrillo.
 La otra parte, la mitad contruída en madera, está prácticamente destruída. 

Veo la vía del tren que muere en el propio campo 
y me pierdo en su longuitud y en la cantidad de trayectos realizados que terminaban en ella. 



Los vagones de ganado



que transportaban como tal a miles de víctimas que llegaban, si llegaban, exhaustas y sin poder imaginar nada peor que ese viaje. Pero ahí estaba. 



Ando al lado de la vía y me pierdo en sensaciones.



Y también me pierdo de esa guía española que nos ha tocado, que nos explica, con una seriedad que podría entenderse como respetuosa ante el lugar que nos recibe, pero que finalmente aparece ante mí como de hastío. 
La guía acaba enervándome por varios motivos.
             Va a un ritmo vertiginoso aunque no lo parezca. Sus pasos son aparentemente candenciosos y sin embargo si me paro a mirar, ya la he perdido y aparece con su sombrero como una mota en el horizonte. 
              No me ha dicho nada que no supiera y me pregunto si no me estaré perdiendo esa información tan valiosa cada vez que dejo de escucharla, que es constantemente. 

Ese viaje era tan profundo para mí que acabo enfadándome con ella hasta que intento ponerme en su piel y me pregunto cuántas veces tendrá que repetir la misma historia y en qué condiciones laborales desarrolla su trabajo. 


Pero eso fue después. Durante la visita, la persigo al mismo tiempo que intento abarcar el campo, entenderlo. Sólo es posible visitar algunos barracones. Asomarse a ellos a través de las muchas personas que nos acompañan.

Casi no puedo pensar. No me da tiempo a digerir entre las prisas y la cantidad de gente. Estoy sin estar y al terminar la visita guiada, entre un calor insoportable, decido que ahora yo necesito un tiempo sola, pisando sola esa tierra alimentada de cenizas y de dolor.

Afortunadamente, las visitas ya no llegan en tropel y puedo andar por los barracones yo sola, en silencio.

Entro en uno de ellos y en total silencio, ahora sí, entro en un barracón de Auschwitz. A la luz de ese día radiante, perfumado de bosque y de verano, es difícíl transportarse al infierno que era aquel lugar. 

Porque Auschwitz era gritos, olor a carne quemada, perros ladrando, desconcierto, pavor, un espejismo habitado por cadáveres rapados y andrajosos que intentan  sobrevivir en una lucha de la que desconocían las reglas o el sentido. 

Auschwitz era disparos y golpes, era chimeneas, humo y ceniza. Era dolor, incomprensión y terror. Era hacinamiento, hambre, frío, calor, olores nauseabundos. Era agotamiento, supervivencia. Era  muerte y destrucción.

A mí se me ha instalado todo ese abismo en el estómago cada vez que he leído la experiencia de algún superviviente y me ha costado desprenderme de él una vez cerrado el libro. De hecho me acompaña solo al escuchar ese nombre: Auschwitz.
      Y allí, sola, en aquel barracón, aséptico, vacío, en soledad, pude asomarme al hueco donde hacinados los presos soñaban por unas horas con sus vidas anteriores, con sus seres queridos, con comida.
Para despertarse de golpe y a golpes frecuentemente, a una realidad que los precipitaba de nuevo a eso en lo que que se habían convertido que no sabían bien lo que era, pero que consistía en una mezcla insoportable de terror, irrealidad y necesidad. 

Sola en el barracón  podía notar el latido desbocado de mi corazón y sentí un miedo inexplicable al escuchar a lo lejos el ladrido de unos perros. Porque para mí, en esa visión "literaria" que tengo de ese infierno, la banda sonora de Auschwitz son los ladridos estridentes de perros rabiosos entrenados para matar. 

Ando por el barracón, asustada y respetuosa; buscando , como tantas veces he hecho en mi imaginación, el hueco que me hubiera gustado elegir para no estar demasiado cerca o demasiado lejos de la puerta de entrada,
para no estar demasiado cerca ni demasiado lejos de la ventana, para no estar demasiado cerca ni demasiado lejos del capo que imponía una ley de injusticia en el barracón. Y por un momento puedo sentir la mirada aterrada de los que pasaron por allí y no pudieron elegir.


Salgo al sol y respiro profundamente. Miro a mi alrededor y veo la belleza de una naturaleza
que parece haber sido parte de esa tortura.






El lugar es de una belleza natural tal,
que su elección podría parecer una broma macabra más de las muchas que parecían diseñar los torturadores. 

Al lado de los restos de los crematorios
 y de las cámaras de gas,
 donde hombres mujeres y niños entraban engañados a darse una ducha y donde salían por la chimenea tras una muerte agonica y terrible, se levanta un bosque sereno y límpio donde parece imposible haber instalado esa maquinaria de horror y muerte.








La naturaleza más humana que el hombre y que , por eso, duele más contemplar.






Me agarro a las alambradas electrificadas
que siempre he pensado que hubieran sido mi elección si hubiera podido sobrevivir algún tiempo a ese aquellarre. 





Miro el pequeño estanque donde reposan  las cenizas de tantos asesinados. 



Piso la hierba
que constituye en sí misma un enorme cementerio.


 Me doy cuenta de que el horror de visitar Auschwitz no consiste en recordar a través de sus restos todo lo que allí sucedió. 
         Consiste en constatar que aquella máquina de destrucción sistematizada no es la consecuencia de la locura de dos descerebrados. Para llevar adelante aquella pesadilla fue necesaria la participación voluntaria de mucha gente (44.000 personas llegaron a trabajar en los campos) y la colaboración de países, fuerzas y empresas con poder que se beneficiaron de toda esa matanza.

          Y sobre todo el horror de Auschwitz, de visitar Auschwitz, consiste en constatar que no ha servido para nada tanto dolor y tanto desatino,


                           que hoy continúa.
         Quizá sea el momento de afrontar el holocausto desde la responsabilidad del presente y del futuro y no escudándose en él para repetirlo.


Salgo de Auschwitz Birkenau sintiendo que no es posible la poesía después de Auschwitz. Es necesaria. Para soportar la vida y, tal vez, mejorarla. 


Aunque la poesía que me acompaña en los últimos minutos en el campo sea un poco más de vacío.

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.


José Hierro