miércoles, 19 de junio de 2013

Una pastilla

Hoy en El País aparece una noticia sobre la depresión postparto. 
  La depresión postparto.

             Al parecer ya se van sabiendo las causas que la provocan.                                                              Y me he alegrado mucho al pensar que, tal vez ahora, ahora que se saben las causas, inventarán una pastilla que ayude a que las mujeres no sientan esa zozobra en ese momento tan intenso y único.




 Horas de absoluto pavor en la más absoluta soledad con la única compañía de la sucesión de ese dolor que me atravesaba antes de que pudiera recuperarme del anterior.Contracciones que se repetían cada 3 minutos, sin descanso y que con nadie pude comentar o gritar o distraer porque aseguraron que llamarían a seguridad si el padre de la criatura se atrevía a colarse otra vez a esa habitación donde yo me hallaba sola sin saber qué hora era, ni cómo iba el proceso, ni cuánto tiempo podría dilatarse ( El parto, me refiero. Porque yo no sabía si estaba dilatada o no porque nadie aparecía ni nadie me informaba). 
Recuerdo que, en esos momentos, me acordaba de Miguel Ángel Blanco que había recibido un tiro en la cabeza de ETA y se debatía entre la vida y la muerte para hacerme entender que había situaciones peores que la mía y que la mía pasaría en unas horas.


No sé si esa pastilla podría velar mínimamente el recuerdo de una hora en el paritorio con Joaco, agarrada a su camisa (tuvimos que tirarla porque cada vez que la veía me ponía enferma), queriéndome morir. 
Ni si haría algo esa pastilla para poder olvidar la hora en el quirófano; empujando, ya exhausta, entre gritos nerviosos de los médicos porque el niño no salía y no era posible ya una cesárea; con dos médicos encima de mí, presionando sobre mi vientre con sus manos. Y ese dolor ante el que yo ya no era yo (mis gritos ya no eran humanos)y ante el que sólo quería desaparecer y me daba igual el niño,el mundo o yo.

No creo que la pastilla pudiera, ni siquiera, suavizar las emociones que sentí cuando el bebé nació y no lo oí llorar. Nada me importaba porque yo sólo quería morirme, y pensé que sería mejor que así fuera si a Raúl le hubiera pasado algo. Lloró mucho más tarde, lo vi un segundo durante el que me lo acercaron completamente morado para que le diera un beso y se lo llevaron rápidamente sin decirme nada sobre él, ni sobre  por qué esas escenas idílicas del bebé sobre el vientre de una madre satisfecha y feliz se me negaban por completo. A cambio, me ofrecieron una hora de reloj, cosiéndome. Durante esa labor "de alta costura", mis piernas se me durmieron y empezaron a temblarme y el único contacto humano que tuve fue una frase que tengo clavada y que ninguna pastilla va a hacerme olvidar: "Oye, bonita, ¿puedes dejar de mover la pierna? Así no hay quién trabaje". No  fue la única frase "cálida y solidaria" que me obsequiaron a lo largo de esa noche del 13 al 14 de julio de 1997. Otras como "Aquí viene la desequilibrada" me acompañarán para siempre.
 He de decir que todas las personas que me atendieron fueron mujeres, posiblemente madres. Mujeres que están cansadas de ver a otras mujeres sufriendo y que no le dan mayor importancia, entiendo. Pero no puedo entender el desdén, el abandono con el que me trataron.

Tampoco puedo entender por qué no me rebelé, por qué no empecé a sacar de mí todo ese dolor y ese  menosprecio de cualquier manera, durante aquellas horas tan largas. Por qué me quedé sumisa en mi camilla, llorando desesperada, esperando el milagro de que llegara alguien que me tranquilizara y me llamara por mi nombre. El miedo, supongo. El miedo y la esperanza. Empecé entonces a responderme muchas preguntas que me vengo haciendo sobre los campos de concentración y la sumisión.

Raúl nació con un test de Apgar 6 y no recuperó en la segunda prueba, lo cual era bastante preocupante. Estuvo en la incubadora con medicinas y suero aplicados en su cabecita suave y dolorida, pero salió del trance sin consecuencias. Desde entonces sabemos que es un niño muy fuerte.
 Mucho más que su madre, que se pasó un día sin verle (salvo ese minuto horrible) y que el día que lo recibió en su habitación no podía contener las lágrimas que brotaban a borbotones de pura emoción, de miedo, de amor, de tristeza profunda. Su madre que pasó la peor noche de su vida sin casi poder moverse por las heridas pero teniéndolo que hacer durante toda la noche, intentando tranquilizar a Raúl que lloraba desconsolado hora tras hora. Nadie podía quedarse con nosotros porque iba contra las normas.

No sé si esa milagrosa pastilla podrá recomponer a una madre que siente llorar  inquieto a su hijo, todo el día, durante los dos primeros meses de su vida y que no logra que duerma si no es en movimiento.(Gracias, Ina)

Es cierto que la química nos ayuda a soportar los dolores y las enfermedades. Pero aquella noche de verano y fin de semana, en la que no había anestesista para mí porque estaba de guardia,  sólo habría hecho falta un poco de sentido común y de amabilidad. Un poco de ser más personas y menos funcionarios. Una palabra cariñosa, una caricia a tiempo, una simple frase tranquilizadora. Un poco de  humanidad y el calvario inevitable por el que pasamos Raúl y yo se habría convertido en un mal trago lleno de cariño y de emociones. 
Así sólo tengo el consuelo de que , finalmente,el sufrimiento fetal de  Raúl
no tuvo consecuencias y de que la mala suerte no fue tan mala.Tan sólo fue injustamente fría y gratuitamente humillante, gracias a las profesionales que hicieron que me sintiera culpable de no saber traer a mi hijo al mundo.


Tal vez lo necesario sería inventar  una pastilla para que no olvidáramos, en muchas ocasiones, que somos personas y que vivimos entre personas. Que necesitamos ser personas y que nos traten como personas. Nada más. Y en estos tiempos que corren, esa pastilla va resultando tan imprescindible como lo hubiera sido para mí que esas "profesionales" se hubieran tomado su dosis diaria aquel día.