viernes, 23 de agosto de 2013

El pueblo


El pueblo significa muchas cosas. Muchísimas. Más de las que yo pensaba: recuerdos, emociones, olores, nostalgias, tristezas, muchas alegrías.Pienso en el pueblo y  acuden a mí en tropel.




El sabor indescriptible de unas morcillas fritas en un bocadillo de pan todavía caliente del horno mientras me lo como en las escaleras del patio de mi tía Nieves recién levantada.


Las comidas de toda la familia. Familia numerosa alrededor de dos mesas: una para adultos y otra para los niños. El bullicio, la alegría de estar todos juntos.Los que vivimos fuera de Madrid íbamos a pasar allí el verano y nos juntábamos muchos.


Los botijos en las entradas de las casas, atesorando agua fresca para beber a chorro cuando tuvieras sed. Botijos para los adultos y , de nuevo, botijos para los niños (eramos muchos primos).


Las reuniones de la familia bajo la higuera de la casa de mis abuelos en un continuo entrar y salir de gente cada día.


El olor a higuera que es el único olor que me traspasa y me pone en contacto con algo muy íntimo y ya perdido. Quizá porque fue el olor de mi infancia y lo relaciono con el paraíso perdido.


Las excursiones a la piscina de Piqueras,el pueblo de al lado. Con una ilusión incontenible.


La máquina de tricotar de mi prima Herminia con quien me tocaba dormir a veces (Nos repartíamos por las casas de todos los tíos).


Las meriendas de toda la familia en la hoz. Montábamos en un camión de mis tíos toda la familia y nos acompañaban el pan, las chuletas, las patatas, los pepinos, las sandias...que nos comeríamos al arrullo del río que refrescaba las bebidas. La emoción de un viaje ilegal, sentados en sillas de mimbre en la parte de atrás del camión, botando con los baches y sintiendo el aire en la cara con alegría.


Las tortas de manteca, el sopa en vino o el pan con aceite de las meriendas de la abuela.


El acoso y la crítica permanente por ser la "forastera". Por eso nunca logré integrarme del todo y me costaba salir a la calle.


Las horas interminables jugando en el taller de mi abuelo con mis cacharritos. Y el serrín. Y el remolío.


El olor a madera y el ruido de las máquinas de los talleres que salpicaban el pueblo.


El ruído de la fragua del vecino que nos acompañaba cada día como un latido constante.


La incompresión, la diferencia de pensamiento y de forma de entender la vida.


Mis abuelos. Siempre mayores en la memoria y tan diferentes entre si.


Todos mis tíos jóvenes y activos.


El olor a la cueva porque no había nevera.


La belleza de lo sencillo.


Las gallinas, los conejos, los cerdos...hacer mis necesidades en el balaguero con ellos.


Los paseos que no di con mi abuelo a quien cada noche le prometía que le acompañaría por la maña temprano cuando él salía pasear por el campo y por el pueblo cada día. Cuando yo me levantaba muy tarde, él ya llevaba horas de vuelta y me miraba entre decepcionado y divertido dando golpes de cabeza. Sin decir nada como siempre.

Los paseos que no di con él y las conversaciones que no tuve y que sé que me hubieran encantado y me hubieran ayudado a conocerle más. Porque fue un auténtico desconocido que presidía la familia pero que nunca hablaba.

Una paloma de anís fresca y deliciosa.


Ir a la fuente a llenar los botijos de agua.


Mis caídas inevitables en carreras torpes por culpa de mis pies planos y mis rodillas y mis codos malheridos cada verano.


El fresco sentados en la puerta de mi abuela con toda la familia y las vecinas.


La auténtica plenitud de una siesta encalada protegiéndonos del calor sofocante del mediodia. Despertar de la profundidad de un mundo en orden y placentero que me devolvía al silencio adormecido de la casa y al trinar de los pájaros siempre activos en la higuera.


El aburrimiento más absoluto de ver las horas pasar.


El frío inclemente de las camas en invierno. El hueco que hacías en el colchón de lana y del no podías salirte sin sentir que se te congelaba algo.


El olor a las estufas de leña en las calles, en las casas.


Un cielo estrellado irrepetible por el que recorrer el camino de Santiago y descubrir el carro, el oso...


La cal, el blanco azulado de las casas encaladas que te obligaba a cerrar los ojos al reflejo del sol.


El  mundo en orden. El espejismo de la felicidad.



En los últimos años el pueblo también es muchas otras cosas:


La casa de mis abuelos , ahora de mis padres, renovada y en la que mi hijo ha disfrutado mucho cada verano.


Ver envejecer a mis tíos.


El cementerio donde visito a mis abuelos.


Y dos caminos maravillosos que no me canso de recorrer cada día al atardecer o al amanecer.


Un camino por campos de girasoles, cebadas, vides, olivos... campos plagados de hermosos girasoles  que recortan los recolectados campos rubios de cebada.


             
                                                                                                                                                                                                         
                                         
 El silencio, la luz violeta de unos atardeceres espectaculares que siembran el horizontes de tonos rojizos hasta que la luz se va.

 





El camino de la hoz. La hoz del río Gritos que recuerda lo que hace años fue un caudaloso lecho sinuoso y rítmico. y que ahora se ha convertido en un espectáculo de colores ocres, blancos, negros, verdes


   en el que los buitres pasan desapercibidos hasta que despliegan su alas y se deciden a obsequiarnos con su vuelo majestuoso y sereno. 

Rocas altas flanqueadas de chopos, higueras (de nuevo), castaños que se mecen acompasados con el viento de la mañana y nos refrescan con su sombra y su acariciante murmullo. Rocas doradas al recibir el primer sol de la mañana que le devuelve al día una luz embriagadora y mágica.

                                          

 El rocío empapado de olores que  encabalgan unos en otros despertando los sentidos dichosos y abrumados.El viento arrullando las ramas de los árboles, los pájaros despertando cantarines. Música  que brota en el silencio de la mañana.