miércoles, 28 de octubre de 2015

Fiebre

Raúl se acerca a mí, señalándose la garganta. Con sus ojitos tristes y su vitalidad disminuida. Le duele. Y le debe de doler mucho cuando se para así. Tiene fiebre.
Estamos fuera de casa pero yo siempre llevo algún alivio para el dolor de garganta que a mí me acompaña cuando menos me lo espero, de forma rabiosa. Le doy una pastilla que sé que le calmará el dolor momentáneamente. 
Se sienta en mi regazo y se acurruca contra mí. Puedo olerle, besarle, cuidarle y protegerle. Sentir el calor de su piel; y su cuerpo, engarzado en el mío, debe de estar sintiendo un redoble que no entiende: es mi corazón emocionado y pleno. 
Pasamos así mucho tiempo. Acariciándole, meciéndole, haciendole sentir mejor en su malestar. Estoy deseando llegar a casa para preparle la cena y poder darle la medicina que le dé un respiro.


Me despierto. Son las 6. Muy pronto. Me despierto sin sentir la losa que cada mañana me recibe al abrir los ojos. Ligera, sin ese nudo en el estómago. Con una sensación de bienestar que hacía mucho no sentía. Aterrizo en el mundo real poco a poco y reconozco el motivo de mi placidez, de mis ganas de vivir. 
Tengo todavía una hora para poder dormir. Lo intento. Intento volver a ese epicentro en el que he sentido las ganas de vivir porque tenía lo que más quiero y necesito. No puedo. Me levanto rauda a este teclado para volver a estar con mi hijo,para intentar retener  ese peso en mi regazo que me ancla a la vida. Para poder embriagarme del olor y el calor de su cuerpo, para poder estar cerca de él y sentir que me quiere, me busca, me necesita.Para poder cuidarlo otra vez. Para sentir que no hay distancia entre nosotros y nunca podrá haberla.  Para volver a recibir la emoción de su amor que da sentido al sinsentido y al amargor de vivir. Antes de que se desvanezca y se diluya en una ráfaga, en un fogonazo.
 Antes de que los sueños vuelvan a su refugio de niños de perdidos.

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