domingo, 22 de noviembre de 2015

Un abrazo de árbol

    

                                               Para Juan Yeregui
                                           Porque los hilos invisibles nos sostienen, 
                                             nos acogen y nos atan a  lo más hermoso de la vida. 
                                                                      Gracias, Juan.
                    


Hoy no era un día cualquiera y el frío tampoco se lo ha querido perder.
Nos ha acompañado, fiel, esperando al amanecer y a que abrieran las puertas del Teatro Real donde íbamos a celebrar una fiesta muy especial.


Entramos tras media hora sabiendo que lo que nos espera nos va a calentar el corazón y el rostro aterido. 



Es ahora, después de unas horas, cuando la emoción me permite asimilar y disfrutar todo lo vivido. 

Como una niña en un día de circo, no quería que la magia terminara. 

Ha sido muy especial. 

He sido enormemente feliz por interposición. Todas mis expectativas, mis deseos, mis inquietudes giraban alrededor del encuentro de dos personas que son importantes para mi. Y ese encuentro era una victoria merecida para un guerrero que lo ha pasado muy mal, que echa mucho de menos a toda esa trup y que necesitaba estar al lado de su amiga ese día tan especial para ella.

Pepa ha estado emocionada todo el programa pero estoy segura de que nada le ha llegado al corazón y le ha gustado mas hoy que poder abrazar a Juan. 
Se ha roto en ese abrazo y, como no podía ser menos porque él es así, la generosidad de Juan la ha acunado y acariciado hasta recomponerla en un beso en su pelo que encerraba todo su amor y todas las palabras que ella necesitaba en ese momento. Y entonces, sí, la voz de Juan se ha quebrado y su fortaleza también. Todo lo sufrido se ha puesto de puntillas para asomarse por sus ojos y otear que Juan lo ha conseguido y que por fin está donde siempre ha estado aunque no podía estar. Porque Juan, fastidiado, sin poder casi caminar, no ha faltado ni un solo día a ese programa que es su otra familia. Ya se ha encargado Pepa de llevarlo prendado cada día en el vuelo de su sonrisa, y de nombrarlo y darle fuerza en cualquier oportunidad. Despidiendo cada finde con una canción feliz para él, para cantarle todo su amor y su apoyo.

Juan tenía que estar  ahí, celebrando con su amiga los 1500 programas en antena de "No es un día cualquiera"
y agradeciendo a todos su compañía y su ánimo. Era justo. Y necesario. Sobre todo para él. Era el premio a esa sonrisa que no le abandona por muy mal que vayan las cosas y que acoge y serena a quienes la disfrutamos.

Y ahí ha estado Juan, donde tenía que estar. Con su otra gran familia. Al lado de su querida amiga. 

A veces la vida es hermosamente justa.



sábado, 7 de noviembre de 2015

Los nadadores nocturnos

Esa aliteración de la "n" se extiende y abarca la sensación con la que termino al apagarse las luces e iniciarse los aplausos: "No hay futuro".
En el coloquio lo digo e intento "nadar" entre las intenciones, el mensaje, la visión del autor y la directora. Ellos, como todos lo autores, remisos a dar su versión de los hechos para no contaminar a sus espectadores y que haya tantas obras como espectadores, no me sacan de dudas.

Los nadadores nocturnos se reunen en la piscina cada noche, cargados con losas de  soledad y  dolor. Les cuesta nadar en la vida y se zambullen en el líquido elemento para aligerarse.Y para follar. Pero no lo consiguen. El grupo, la compañía, no les alivia ni les protege. Follar no les cohesiona. Les amontona. Les animaliza. Se encuentran, rebotan y salen expelidos del otro, como bolas de billar; con más soledad, si cabe, por ese conato de ilusión, de encuentro. 


No se nos dice por qué están malheridos. De dónde les nace ese dolor. Algunas pinceladas y el marco de una ciudad que ha sido saqueada por las multinacionales que dan nombre a sus calles y sus lugares de encuentro, nos ayudan a entender. No esperamos entender del todo el porqué; pero sí seguimos sus andaduras, en medio de músicas, danzas y brazadas poéticas, esperando una salida, esperando a la esperanza. Pero no llega. Nada culmina a pesar del drástico final carente, también, de sentido. Sin salida.

En esa piscina,  en esa "secta", todos esperan que alguno no vuelva y se haya cortado las venas. Así es como ellos mismos viven esa comunión en el líquido elemento: como un callejón sin salida. Asfixiante. 

Para mí todo encaja. El mensaje es demoledor. El grupo no nos salva. La búsqueda del otro, la única esperanza, no nos ayuda a encontrar la salida. Nos precipita a más vacío. Sin futuro. No nos queda nada. 
Hay una frase que preside la obra:
"Cuando oscurece siempre se necesita a alguien"
que cuando "cae el telón", se siente como incompleta y debería añadir, "aunque nunca aparezca".

Espero el debate con interés. Somos pocos. Hablamos. La voz de una chica, rota por la emoción, les da las gracias por ese espejo doloroso en el que algo de ella se ha visto reflejado y en el que se ha sentido acompañada renovando, así, sus ganas de salir de ahí, de bracear, de luchar. De buscar ese futuro, esa salida que la obra no nos ofrece. Es otra forma de verlo. Y, sin compartir su esperanzada experiencia, agradezco esa desnudez de emociones, ese llanto que tanto entrega y tanto desvela. Un tierno abrazo por parte de un actor es el galardón a su desnuda generosidad.


El teatro. Siempre el teatro. La palabra. Personas hechas de palabras, poniéndolas en pie y sosteniéndose en ellas. La vida encaramada a unos cuerpos que se tejen en palabras y nos arropan con ellas. El teatro. Siempre tan hermoso. Incluso si es fallido. El teatro rellenando ese zanja onerosa y viscosa que a veces resulta la vida. Un magma que nos arma y nos fortalece aunque no nos dé respuestas.





A la salida no pude por menos que saludar a mi tocaya-tocaya: "Esther Ortega" era una de las actrices del elenco y me resultó imposible no compartirlo con ella.
Nos abrazamos divertidas, echando el telón a ese encuentro con esas casualidades que son como un guiño en el camino. Para seguir avanzando porque quién sabe qué otros guiños nos esperan, traviesos,  más adelante.

Ventanas

Siempre que veo un cuadro con una casa en la noche, con ventanas encendidas, pienso que encierran toda la paz y el calor del mundo.
Edvard Munch. La tormenta. 1893. Óleo sobre lienzo. © The Museum of Modern Art/Scala, Florencia

Night Rain Under Willows - Terauchi Fukutaro (1891-1975)

Como en estas dos joyitas. Casualmente ambas se enmarcan en una tormenta. Y quiero pensar que es posible refugiarse en el resplandor de esas ventanas amables. No sé por qué.


Compañeros

Cuando me preguntan que por qué no escribo, siempre digo que porque no soy escritora. Y pensándolo bien, algo soy. Porque necesito escribir y por eso lo hago. Seré "escribidora" o "escribiente" o algo seré. No me siento escritora como se entiende una escritora al uso porque yo no sé escribir sobre nada que no pase por mí, por mi corazón. No soy capaz de ninguna ficción. Escribo sobre lo que me pasa por dentro incapaz de excursiones más allá de mis emociones.

Ayer reconocí a un compañero de viaje. Eduard Munch. La ingenuidad de los trazos de sus cuadros, sus colores planos, su bidimensionalidad...contrastan brutalmente con todo el dolor que transpiran sus cuadros.












Y pensé,viéndolos, que nadie puede pintar algo así si no lo siente profundamente. 

La larga vida de Munch
no debió de ser fácil. Sí intensa. En eso también lo reconozco como compañero. Intenso en sus emociones, en sus pasiones y sus fantasmas. 






Salí de la exposición con ganas de hablar con él y por eso me lancé a sus escritos. Y allí estaba también mi compañero de camino.

"Un ave de rapiña se ha aferrado a mi interior. 
Sus garras se han abierto paso hasta mi corazón. 
Su pico me ha taladrado el pecho y el batir de sus alas me ha nublado el entendimiento."

lunes, 2 de noviembre de 2015

La vela

La vela era poderosa. Soberbia. Tanto que, ajena a su poder o ensimismada en él, no le preocupaba si quemaba al que se acercaba. Y a veces, más que iluminar, deslumbraba y era necesario cerrar los ojos y obviarla.


Con el tiempo, la vela, templó su bravura y se olvidó de su dominio para entregarse a unos ojos recién nacidos y así, se hizo cálida y algodonosa. Firme sin abrasar. Generosa, complaciente sin pedir nada a cambio. Sólo quería iluminar su camino. Como él quisiera. Estar era ser feliz.



Ahora la vela se curva. Mira con ojos aguados y tristes de incomprensión. Sin entender que es esa misma vela que iluminaba feroz y tiernamente. Sonríe perdida. Nadie podía decir que es la misma vela. Ella tampoco. Y se pierde en esta otra vida que le está tocando vivir sin aprender a adaptarse. Sin armas para luchar una batalla que no comprende. Empeñada en enrocarse en una realidad ficticia en la que cree seguir alumbrando cuando ya sólo mantiene una mecha abrasada.




Miro la vela y casi no soporto verla apagarse y quisiera arroparla y mecerla y que un viento suave la apagara sin sentir el dolor de no ser para ser lo que no quieres ser. La miro doblada, extraviada y me gustaría abrazarla y encender su corazón con las brasas de un cariño que siempre ha estado ahí y nunca nos hemos dado.


Miro la vela y pienso en su cera derritiéndose ya para siempre, resbalando sobre lo que fue y quemando las últimas esperanzas de un futuro bondadoso. Y esa cera me quema como si algo dentro de mí se fundiera ya para siempre, dejando un rastro de cicatrices, calcinado.